EL REGRESO DE LAS TROPAS DEL FRENTE

 

 

 

ALFRED DÖBLIN

 

Traducción de Carlos Fortea

Nota

1 Goethe: Fausto, primera parte (N. del T.).

Título original: November 1918 II -2. Heimkehr der Fronttruppen

Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

Fotografía de la cubierta: Prussian Soldiers WWI, de la web www.photobucket.com por cortesía de KofSn1per

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La traducción de esta obra ha recibido la ayuda del Goethe-Institut fundado por el Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores.

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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

Primera edición impresa: abril de 2013

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

Originally published as: “November 1918 - Eine deutsche Revolution -

Heimkehr der Fronttruppen(vol. 2-2)”. First published 1948 by Karl Alber Verlag, München

© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main 2008

© de la traducción: Carlos Fortea, 2013

© de la presente edición: Edhasa, 2013

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ISBN: 978-84-3501-047-2

Producido en España

El viejo y espantoso grito de guerra

Lo han conseguido.

La Liga de Naciones se había formado. La Rusia soviética había quedado excluida. América se había excluido a sí misma. Alemania no estaba.

Clemenceau diría, más adelante:

«Confieso que no fuimos a esta guerra con un programa de liberación. El zar estaba en nuestras filas. Pero, con el desplome de Rusia y después de Brest-Litovsk, nuestra guerra se convirtió en una guerra de liberación. Vencimos.

»Pero el andamiaje de la paz se fue quebrando poco a poco.

»La solidaridad militar de las tres potencias, América, Inglaterra y Francia, fue rechazada por América y abandonada tácitamente por Inglaterra, y esto fue aceptado también tácitamente por Francia.

»La victoria se había convertido en derrota».

Lloyd George se quejaba en 1922 de que Francia mantenía demasiadas tropas, teniendo en cuenta que Alemania sólo tenía un pequeño ejército de cien mil hombres. Alemania no era, en verdad, un pretexto razonable para semejante armamento. Lloyd George lamentaba que Alemania, que tenía una población tan grande como la de Polonia, Rumania y Yugoslavia juntas, poseyera un ejército que representaba la séptima parte de los de aquéllas.

El 4 de octubre de 1925, representantes de Francia, Bélgica, Polonia, Checoslovaquia y Alemania se reunieron y acordaron un tratado en el que se garantizaban mutuamente la inviolabilidad de sus fronteras y prometían no atacarse jamás.

En septiembre de 1926, Alemania fue admitida en la Sociedad de Naciones, con lo que el control militar sobre el país desapareció.

Unos meses después, Francia invirtió siete billones de francos en su protección, en la construcción de un muro de acero que debía ir desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo.

Y, ya en febrero de 1927, el ministro de Asuntos Exteriores belga Vanderfelde presentó públicamente una queja por el alarmante rearme iniciado por Alemania, y porque allí se estaba planeando una rápida invasión de Bélgica.

Pero el ministro de Defensa democrático alemán, Gessler, respondió:

«La intención de nuestros Estados vecinos es atacarnos rápida y profundamente en los primeros días de la guerra.»

* * *

Y el puñal sigue rasgando, empuñado por mano de hierro, la fina pared de papel, el muro de pergamino que el mundo de la paz ha levantado a su alrededor.

El duro y fuerte brazo ya cabe por el dentado agujero.

Y el pecho velludo, los hombros caídos y la garganta se hacen visibles. Y el antropoide, el gorila, alarga enseñando los dientes su negro y aplastado rostro, con los ojos hundidos y diabólicos bajo el poderoso arco ciliar, con la frente achatada y huidiza, un ser sin cuello, una bestia dentada, un animal humano.

Sus ojos brillan.

Un grito espantoso, que hiela la sangre, sale de su garganta y vuela sobre los seres humanos, el grito «¡Guerra, guerra...!», el furioso estertor, el alarido triunfal de la criatura sin redención.

EL REGRESO DE LAS TROPAS DEL FRENTE

El pecado

En una conversación mundana aparece la palabra pecado. La alta autoridad se conforma con una retirada táctica.

Becker sostenía un periódico en la mano cuando Maus se sentó junto a su diván, y dijo:

–Últimamente, también nosotros andamos a vueltas con los judíos. Aquí citan a un tal Konrad Alberti, que dice: «Nadie puede negar que el judaísmo participa de forma destacada en el empantanamiento y corrupción de todas las circunstancias. Una propiedad del carácter de los judíos es su terca aspiración a producir valores sin emplear trabajo... es decir, dado que esto es cosa imposible, al embuste, a la corrupción, al esfuerzo de conseguir valores artificialmente mediante maniobras en bolsa y noticias falsas, apropiárselos y luego librarse de ellos intercambiándolos por valores reales, creados por medio del trabajo, y pasárselos a otros en cuyas manos se funden como Helena en los brazos de Fausto». ¿Has oído, Maus?

Becker no se inmutó por la mudez de su huésped y siguió hablando:

–Este Alberti tiene cierto talento literario. Así que los judíos crean una construcción aparente, sobre la que se lanzan otros que dan a cambio el producto de su trabajo. Luego se quedan ahí llorando con las manos vacías. Eso me gusta. Así es como trabajan los artistas. Crean construcciones aparentes, una nada mágica. Y, si se es un poco tonto y un poco perverso, como Voltaire, también se puede incluir en esto a las religiones. De hecho, todo el mundo da con gusto, incluso con fervor y suplicando, todo lo que ha conseguido con el sudor de su frente a cambio de cosas que no pueden conseguirse en absoluto con sudor, y que son las que dan lógica y sentido a todo el trabajo. Cuando, más tarde, en algún momento, esas construcciones mágicas revelan su condición de nada, es una gran desgracia de la que el culpable no es su autor, sino sus receptores, sus poseedores. A eso se le llama desilusión. Y aparece una y otra vez en la historia de la humanidad, siempre es triste, pero no priva de valor a todo el proceso.

Maus sacudió la cabeza:

–No sé de qué me hablas, Becker. Lo que dice ese Alberti es propaganda, vil propaganda. Nuestros criminales de guerra trabajan con el antisemitismo.

Becker no se dejó apartar de su idea:

–Espero que tu observación sea correcta. Entonces los judíos serían de hecho el pueblo del futuro, como lo fueron del pasado. Porque saben que en este mundo todo gira en torno a ideas que la gente superficial entrega a cambio de nada. Pero, ¿qué idea? ¿Qué idea?

Maus tamborileó impaciente en su rodilla:

–Vuelves a estar bien, Becker. Lo veo. Vuelves a fantasear. Pero, por favor, déjalo. Ya ves cómo trabajan. Han empezado pronto con el antisemitismo. Un tal conde de Schulenburg, según me han contado, ya fue con ese cuento al gran cuartel general antes de la abdicación del emperador. Se supone que dijo: «¿Quién se ha amotinado? La Marina, que siempre estaba metida en puerto, un montón de cobardes y héroes de salón. Y han caído sobre las espaldas del bravo ejército imperial (estoy citando a Schulenburg) en alianza con los judíos que han obtenido beneficio de la guerra». El fino general, íntimo del emperador, propuso, con estas dos consignas: «Contra los bolcheviques y contra los judíos», dar la vuelta y marchar sobre el imperio. Ya entonces estaban dispuestos a ahogar Alemania en sangre de inocentes sólo para escapar a su castigo. Ahora quieren volver a esa idea.

Resignado, Becker dejó el periódico encima de la mesa:

–Con tal de que los propios judíos no se dejen empujar a un camino equivocado por estos manejos... Sería una lástima, porque lo que importa es la idea. Y falta, falta. Sin querer, ese Alberti ha metido los dedos en nuestra herida. ¿Qué podemos hacer? Guerra y revueltas.

Maus:

–Por favor, Becker, deja ya eso.

–¿El qué? Ya sé lo que quieres. Y te contesto: sólo podemos hacer la guerra y revueltas.

Maus apoyó la cabeza en las manos. Qué melancólicas miradas dirigía a Becker.

Maus:

–Todo empeora, Becker, a una velocidad terrible. He estado hoy en el Reichstag. Es domingo, teníamos sesión. El Consejo de Soldados del Gran Berlín. En Berlín, entre Postdam y Berlín, están ya las primeras divisiones del frente, que van a darnos el pasaporte.

–¿A nosotros?

–A mí, si te suena mejor.

–¿Así que ya sabes, al fin, dónde estás?

Maus:

–Tan seguro como que estoy vivo. Tienen la intención de ahogar toda Alemania en sangre para lavar su culpa.

Becker, con los ojos entrecerrados:

–Ellos no se sienten culpables.

–No lo creo. Están atrapados. Tienen el rabo cogido en la trampa y muerden a su alrededor, porque ven que quieren aniquilarlos. Becker, ya hemos visto suficientes hombres ir a la muerte. Al malo se le reconoce en que no quiere morir.

–Se librarán y os saltarán al cuello.

–Así lo veo yo también. Nos defenderemos.

El más joven contempló a su amigo en el diván. Algo flotaba entre ellos.

Maus:

–Después de la asamblea en la cervecería no estabas bien. ¿Te encuentras mejor? ¿Qué piensas ahora?

–¿Te importa mucho?

–Muchísimo. Estoy paralizado ante la idea de que estás aquí arriba y no te mueves.

–¿Por qué te paraliza eso?

–Porque pienso en ti en casi todo lo que hago, y cada día más. Me atormenta y me empuja a venir a verte y pedirte: únete a nosotros, no me dejes en la estacada. Te necesito. Estoy seguro y también inseguro. Hemos pasado mucho juntos. No puedo librarme de ti. Me esfuerzo en comprenderte, pero no puedo. Te ríes tanto, te burlas, ironizas. Pero en el tren hospital te vi mejor. Esa noche, te asomaste por la ventanilla y dijiste: «Escucha, ahora viene la paz, tendremos paz, será nuestra vida». Y cantaste. Becker, ¿qué va a ser de ti ahora? ¿Qué planes tienes? ¿Tengo que llevarte hasta la ventana para que veas lo que pasa fuera? Quieren aniquilar la paz.

–También yo me asomo.

–¿Y qué ves?

–Algo que me irrita tanto como a ti.

–¿Y entonces?

Becker volvió la cabeza hacia la pared:

–Ya lo ves.

–No, no se trata de que te levantes, Becker, si no puedes, y salgas conmigo a la calle. No he venido a verte por eso. Sólo quiero tu asentimiento, tu mirada, tu palabra.

–Puedo darte todo eso, Maus.

Becker le tendió la mano.

–No te pido más, Becker.

Becker repitió:

–No me pides más. Me alegro.

Cruzó los brazos sobre el pecho y miró al frente, con expresión cerrada. Maus se inclinó hacia él:

–Ahora siempre caminarás a mi lado. Te considero mi bandera. Y te curarás, te curarás del todo.

Becker se irguió:

–¿Y entonces? ¿Qué crees que pasará entonces? No debes esperar nada de mí. Te encontraste en algún sitio con tu compañero de colegio, la Gran Cosa, y su novia. Hablaron contigo, y estabas maduro. A mí me hablan por todas partes. Me pegan y me empujan. Pero yo soy un asno testarudo, un asno que cocea hacia atrás.

Maus estaba consternado:

–No lo entiendo. Pensaba que teníamos la misma opinión.

–La misma opinión, sin duda. Y a la vez, algo en mí no quiere y se resiste. No sé lo que quiero, porque también sé lo que quiero –la voz de Becker se endureció–. A veces quiero levantarme, cerrar las puertas y no dejar pasar a nadie. A nadie, comprendes, tampoco a ti.

Maus, en voz baja:

–¿Qué quieres, entonces?

–Quizá hacer lo que he hecho siempre, andar por ahí, leer, escuchar, calentarme al sol.

–Entonces te has expresado mal al decir que estabas de acuerdo conmigo.

–Tengo que ser veraz conmigo mismo.

Maus se puso en pie:

–Qué significa todo eso.

–Ahora, Maus, es mejor que antes, estás más cerca de la verdad que cuando decías que sería tu bandera. Ahora dudas de mí... como hago yo mismo.

–Por el amor de Dios, ¿qué significa eso?

–Ves, Maus, ahora me reconoces.

–¿Y no vas a ir conmigo? –Maus le cogió el brazo–. Becker, amigo mío, querido Becker, ¿dónde estás? No te conocía así. Ahora te exijo, no en mi nombre, sino en nombre de todos nuestros amigos y camaradas, los que esperaban algo bueno y se pudren en silencio e inútilmente, los que plantean sus exigencias y son engañados, en nombre de los que aún están ahí, pero no pueden protestar en voz alta, y en nombre de los que aún viven y están volviendo a madurar para el crimen: Becker, no hace falta que te diga todo esto, ven, levántate. No te dejaré. Ven conmigo.

Becker estaba sentado con la boca abierta. Escuchaba en tensión. Bajó las piernas.

–Por favor, concédeme descanso. Dame tiempo, Maus. Unas semanas, por favor. No puedo decirlo. No me empujes. Te lo imploro.

Pero Maus gimió, le soltó y se puso en pie:

–Tiempo, tiempo, a todo aquel con quien hablas le falta algo; al uno tiempo, al otro salud. A éste le retiene su mujer, aquél tiene que volver a arreglar su tienda, ese otro acaba de encontrar trabajo. Pero la otra parte tiene tiempo. Ellos siempre tienen tiempo. Cada uno de ellos tiene tiempo. Son totalmente libres. Mañana entrarán. Y saben lo que quieren. Y por eso se va a poner en marcha la gran matanza y, como no queremos oponernos, seremos sus víctimas.

Becker cogió la mano de Maus. Maus retrocedió:

–Mi cabeza también caerá. Eso es evidente.

Becker:

–¿Te vas? ¿Me desprecias?

Maus:

–Me voy.

Presa de total desesperación, Becker se tumbó en el diván.

Ebert transige

Y finalmente... Ebert cedió.

En el contacto con las masas durante la tarde, y en el ir y venir de las delegaciones, a él, Scheidemann y Landsberg se les impuso la sensación de que no podían presentarse ante los berlineses con la planeada limpieza.

Por ansiosos que Ebert y los suyos estuvieran de acabar con los espartaquistas y ahogar su buena conciencia, por conmovedora que fuera la carta de Hindenburg, por mucho que instigaran los burgueses... no era posible. La sombra de un intento podía bastar para provocar la ira del pueblo, y los habrían barrido.

Ebert escuchaba lo que se decía en la Cancillería, decía: «No se puede dejar que las cosas sigan este curso, no se puede seguir así». Habían sido cuasi asediados por Liebknecht; aquello podía repetirse mañana. ¿Debían romper con Gröner y aliarse seriamente con los independientes?

Imposible, insoportable, antinatural.

Pero fuera no se movía nada. Las horas pasaban. Entonces arrió el pabellón y recogió velas.

Tuvo lugar la última deliberación con sus compañeros de partido. Ebert estuvo de acuerdo cuando los otros recalcaron que había que mantener a toda costa la unidad del gabinete, también en interés del partido.

Un pequeño cálculo sarcástico facilitó la decisión a Ebert: el general Lequis no era muy fuerte. Sin duda no lo bastante fuerte para una acción de limpieza. El proletariado berlinés podía vencer. Ésa tampoco podía ser la intención de Kassel.

La carta de Hindenburg ardía en su bolsillo. Pero no podía ser. Las circunstancias eran demasiado malas. Si el proletariado de Berlín se subleva, si los independientes se unen con los espartaquistas, todo habrá acabado; habrá acabado el viejo partido, empezará el régimen de terror y la tantas veces amenazada venganza contra los dirigentes del SPD, y entonces (le tranquilizaba la voz admonitoria de Hindenburg) también se habrá acabado la indulgencia del Gran Cuartel General y de los oficiales.

Cuando Ebert salió con sus amigos de la sala de deliberaciones, cubrió su rostro de gravedad y calma. Cuando se sentó a deliberar en común con los independientes, sus ojos miraban nostálgicos. Pidió a los independientes que entendieran la postura del SPD. Todo esto había sido provocado por los manejos de Liebknecht. Se entenderían en todo, para evitar el derramamiento de sangre que al parecer perseguía Liebknecht. Pero, si ahora se decía «no» a cualesquiera de las acciones del mando de Lequis, los independientes tenían que hacer por su parte todo lo posible para influir en las masas. La burguesía democrática pronto dejaría de entenderles si no se le daba a ese Liebknecht un alto decidido. Ojalá esa tarde hubiera enseñado algo a todos los que habían tenido que aguantar sentados en la oscuridad.

Ebert cubrió su retirada con una fanfarria: las maquinaciones de Liebknecht ya lindaban en la alta traición. En Kiel, el camarada Noske había tenido que declarar el estado de asedio. Y Eso mientras no daban abasto para proteger las fronteras del Este contra los polacos, y con la prórroga del armisticio. Erzberger tendría que volver a peregrinar al cuartel de Foch. Y en esos momentos, en Berlín, un hombre como Liebknecht se atrevía...

Scheidemann terminó la frase por él:

–En provincias se oye que ya no confían en Berlín. Estamos a las puertas de una disolución del Estado.

* * *

Entrada la tarde, se difundió el rumor por la ciudad de que Liebknecht y Rosa Luxemburgo habían declarado fuera de la ley a Ebert, Scheidemann y Wels. Unas octavillas advertían contra los espartaquistas, que empujaban a las masas al pánico.

El comisionado del pueblo Scheidemann tuvo que ir, después de las reuniones, a las salas de ceremonia del Oeste, a una asamblea. Estaba cansado, pero se recuperó mientras hablaba.

Se burló de los radicales, que hacían de una pulga un elefante. Su chimenea sólo echaba humo cuando la alimentaban con mentiras. Se habían quedado roncos de gritar contra la supuesta detención del Comité Ejecutivo.

–El asunto ha sido espantosamente hinchado –gritos: «¡Con fines partidarios!»–. El sargento que procedió o se supone que iba a proceder a la detención era un joven doctor de un nivel de inteligencia asombrosamente subterráneo –risas.

Scheidemann habló de sí mismo. Ahora le hacían responsable de todo lo imaginable e inimaginable.

–Mi actividad en el gabinete anterior –no dijo: «el gabinete imperial»– consistió en sacar de la cárcel a Liebknecht y despedir al emperador. El noventa por ciento del pueblo alemán respalda a Friedrich Ebert, y en cambio el Gobierno está sentado sobre un barril de pólvora.

Se iba excitando. El caballero no carecía de temperamento y bilis.

–Las únicas consecuencias de la huelga de Liebknecht fueron que, durante unas semanas, no tuviéramos nada de comer y que, finalmente, vinieran los franceses. Los manejos de los internacionalistas de Múnich, Kurt Eisner y demás, no son más que los de una banda de ladrones sin escrúpulos. Pero caen sobre mí, y sobre Solf, Erzberger y Ebert. Las acusaciones –gritó con el rostro enrojecido–, las acusaciones contra nosotros que lanzan esos caballeros, y con las que quieren disolver el Estado y finalmente lo conseguirán, son del todo injustificadas.

»Declaro que, por lo que a mí respecta, no toleraré este estado de cosas ni una semana más.

Un gran movimiento se apoderó de la sala.

Gioconda en el confesionario

Maus había dejado solo a Becker. La madre llevaba horas ausente.

«Yo... tengo miedo. No sé de qué. Esas necias imágenes que no puedo dejar de mirar. Voy a volverme loco.»

Llamaron al timbre. Él había esperado tanto tiempo que viniera alguien..., pero ahora se asustó. No abrió. Volvieron a llamar. Tuvo miedo. Pero podía ser su madre.

Hilde le dio la mano en el pasillo. Ella no vio su rostro. Se retiró a su cuarto mientras ella se quitaba el abrigo. Estaba fuera de sí. Ella era la última persona que habría esperado.

Mientras él caminaba a lo largo de su estantería, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la oía entrar detrás de él, la situación le pareció fantástica, incluso exasperante. ¿Qué quería esa mujer? ¿Qué se le había perdido allí?

Ella se sentó sin sospechar nada. A él le pareció desvergonzado. Él se colocó junto a la mesa detrás de una silla. Cuando ella le cogió la mano mientras le preguntaba cómo estaba, la ira le subió a la garganta.

Tuvo que dominarse para no retirar la mano. Y entonces, fue presa de un ir y venir entre la inquietud, el temor y la indignación. Su mano se apartó temblorosa de la de ella, pero no se atrevió a traicionarse y, para ocultar el movimiento, se llevó la mano al cuello del pijama y desabrochó el botón superior.

Se veía instado a acciones aparentes. Cuando ella le preguntó por el médico y el hospital, ésa fue para él la señal de ponerse en movimiento. Pero luego, infeliz, para continuar el juego y ocultar su angustia, tuvo que volver a caminar arriba y abajo ante ella unas cuantas veces para demostrarle lo bien que estaba. Desfilaba atormentado, queriendo rebelarse. Pero sin duda no duraría mucho. De lo contrario, se decidiría y se plantaría delante de ella y le diría, a esa mujer a la que nada se le había perdido allí, que le era ajena, importuna, una aventura de playa. Pero, durante su ridículo desfilar, volvió su rostro trastornado hacia ella.

Ahí estaba, acodada en la mesa, con la mandíbula apoyada en el cuenco de las manos, los dedos en las sienes. Así enmarcaba su tierno rostro, y desde ese rostro, bajo aquel pelo liso y rubio, le miraban dos ojos graves y atentos.

Delante de él se sentaba una persona distinta de aquella con la que él había fantaseado, no una importuna transeúnte que se había extraviado en su estudio, sino una persona que le miraba con melancolía desde una gran distancia.

Interrumpió su convulsivo desfilar y se colocó detrás de una silla. Ella subió más las manos a la cabeza, sus dedos se hundieron en su pelo, y sus ojos, los ojos de un ser antiquísimo que mira en el bosque desde las sombras, siguieron sus movimientos con invariable melancolía. Las comisuras de su boca temblaron, pareció formarse una sonrisa, surgió un ser más cercano. Con sentimiento de culpa, él posó una mano sobre la mesa y bajó la mirada.

Gioconda preguntó:

–¿No te encuentras bien, Friedrich?

No dio señales de irse, y él no se rebeló. Tomó asiento junto a la mesa, aparentemente pensativo, pero en el fondo sólo para entenderse a sí mismo y seguir pensando delante de ella. Porque ahora ella ya no le molestaba. Sentía, mientras se acomodaba en su silla, que ella formaba parte de sus pensamientos. Era la continuadora y sucesora de Maus, una apremiadora como él. Se cubrió los ojos con una mano y empezó a hablar. Sí, habló, se enfrentó a quienes le apremiaban. Les opuso su interior. Salió a campo abierto para la batalla. Los tanques rodaron.

Ella veía por entre sus dedos sus ojos pálidos y desesperados.

–Hilde, Maus me ha estado acosando. Tú le vas a dar la razón, pero eso no me sirve de nada.

–¿En qué tendría que darle la razón, Friedrich?

Es bueno ser interrogado.

–En que estoy aquí sentado, tumbado, mirando las paredes. Fuera el mundo se mueve, y yo no hago nada.

–¿Qué deberías hacer, Friedrich?

–Él me exhorta. Podríamos volver a vivir lo mismo que acabamos de dejar atrás. Las potencias, dice, que instigaron la guerra, vuelven a actuar. Están ahí y se abren camino, mientras nosotros creemos que han sido abatidas y yacen en tierra. Y eso debería horrorizarme y excitarme como excita a Maus. Debería ponerme en movimiento. Debería ser asunto mío... Sí, asunto mío. Pero... no me pone en movimiento. Me irrita, pero no me instiga a nada. Hay algo en mí que no quiere. Me tumbo y me levanto, y soy como una piedra que el fuego ha de fundir. Y cuando el fuego pasa, la piedra no se ha fundido y está fría como antes.

–¿Qué hace Maus?

–Te alegrarás por él; cómo ha crecido. Pero mira esta bestia, este terco animal que se sienta inmóvil frente a ti, un puñado de carne, piel y huesos. Esta bestia miserable no quiere crecer. ¿Qué quiere entonces? Pregúntale, pregúntale, Hilde, quizá a ti te dé respuesta. Quizá quiera salir a pasear, o escuchar música, o bailar. Y quizá un día, si aún sigues ahí y no has huido de mí, quiera besarte.

–¿Y por qué eso sería tan malo, Friedrich?

Él posó la mano sobre el brazo de ella. La mano temblaba y estaba helada.

–Hilde, de verdad, cuando estoy sentado a tu lado, tengo el deseo de atraerte hacia mí y rogarte que me sostengas y seas feliz conmigo.

–¿Y por qué no?

–Estoy en el abismo, Hilde. Me desespero, Hilde. Lo siento todo igual que Maus, diez veces, mil veces, y no puedo seguirle. Escúchame.

Y empezó a contar las cosas espantosas que le asediaban.

–Día tras día, me vienen imágenes. Se deslizan detrás de mí. Esas imágenes tienen la culpa de que no pueda moverme. No me dejan. Son recuerdos de cosas pasadas, cosas que no creo que me afecten en absoluto. Es cierto que una vez, al estallar la guerra, cruce una plaza cerca de una estación. Y por la plaza pasaban personas, en fila de a cuatro, cada uno con una mochila o una maletita, jóvenes reclutas. La imagen no es ningún espejismo. Conozco la plaza, la estación. Esa gente había sido movilizada, la acompañaban mujeres que lloraban. Eso era todo. Yo esperaba el día de mi movilización. Y ahora... mi memoria me trae todo esto y lo pone ante mí, y tengo que contemplarlo, y no puedo hacer otra cosa. Y lo veo de manera tangible. Son jóvenes rostros impenetrables. Sé que están muertos. Todos los que caminan por allí están muertos. Las calles y plazas están bañadas por la luz del sol. La gente en las aceras los mira. Ahí está el estanco en el que compraban, el cine. Los transportan a la estación de mercancías, pero ya no forman parte del género humano.

Hilde escuchaba con horror. Lo veía, con la cabeza enterrada en las manos, sentado delante de ella susurrando, susurrando y susurrando. ¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba? Todo aquello sonaba tan extraño, tembloroso y febril, enfermizo.

–¿Qué ocurre ahora, Friedrich?

El terrible susurro empezó otra vez:

–El triste aspecto de aquellos hombres. ¿Y por qué esas imágenes? Pensaba que habían desaparecido. Pero sólo han caído al suelo para volver a ponerse en pie de un salto, como pelotas de goma. Siempre las mismas, siempre las mismas. Qué miedo, Hilde, qué miedo me dan. La visión de esos hombres que pasan a los vagones de ganado abiertos. Los vagones aún llevan guirnaldas de flores, pero ellos ya están muertos. Veo también algunos junto a las columnas publicitarias, leen proclamas. Se van y vuelven a doblar la esquina, y a veces uno se da la vuelta, no tiene ojos y no dice nada, tan sólo se me muestra y exige que le mire. Y no se mueve de su sitio, el hombre sin ojos. Yo lo vi entonces y no le presté atención, mi interior estaba endurecido. Y por eso me veo castigado ahora, y todo regresa. Y ahora no sirve de nada que piense. Es demasiado tarde. Porque no puedo despertar a los muertos. Me queman el cerebro. Están ahí una y otra vez, ya lo sé todo, pero no me dan descanso. Hilde, es como si me empujaran hasta un telescopio para buscar una estrella. El telescopio está desajustado. Tengo que ajustarlo para encontrar la estrella. Pero no la encuentro. Procuro enfocar la lente, pero mi mano tiembla.

Dirigió los ojos hacia ella, una mirada triste y desolada.

–¿Desde cuándo estás sufriendo así, Friedrich?

–Yo era arena que el viento levanta y lleva de un lado a otro. Me avergüenzo, me avergüenzo infinitamente.

–Te conocí en el hospital. Estabas herido de gravedad. Te has batido con valentía.

–¿Y de qué sirve eso?

–Juraste lealtad a la bandera y cumpliste con tu deber.

–Cada palabra es falsa, Hilde. No acepto ninguna de tus palabras. Todo depende de si uno reconoce eso y concuerda con ello en el fondo. Yo no lo reconocí.

–¿Y qué fue lo que hiciste, Friedrich?

–Seguí. Así que fui necio, malo y perverso. Oh, Hilde, cuando estaba en el hospital, tú estabas a mi lado. Tú me dabas fuerza. Vuelve a ayudarme, Hilde. Ayúdame.

En sus brazos, murmuró:

–No me dejes.

Algo centelleó en los ojos de Hilde. Algo había despertado en su interior. Apoyó su rostro en el de Becker. Como una nube que se desplaza sobre una montaña y la hace desaparecer, su rostro se posó en el suyo.

Él volvió a empezar a preguntar:

–¿Adónde voy a ir?

Ella puso los brazos ante sí en la mesa, bajó los ojos y dijo:

–Te atormentas, Friedrich. Todos somos pecadores. No cargues demasiado sobre ti. Si estuviera sola, tampoco habría podido ayudarme a mí misma. Pero el redentor apareció y se hizo cargo de nosotros. En él he encontrado clemencia y ayuda.

En esa habitación ya se había hablado mucho. En ella se había discutido, reído, llorado, besado y abrazado. Desde las paredes y las estanterías, los bustos y los libros habían contemplado y predicado lo que sabían, la sabiduría, el ingenio y las dudas de varios siglos de la humanidad. Pero aquellas paredes jamás habían oído palabras como pecado, redentor y clemencia.

De vez en cuando, alguien le había acusado de ser un pecador. Una persona tenía que sentirse perdida antes de que la palabra, con su gravedad, le alcanzara.

Pero a Becker le despejó. Miró fijamente a Hilde. ¿Se estaba riendo de él? ¿A qué venían aquellas frases gastadas? Ella sonreía y tenía los ojos cerrados, Gioconda.

–Friedrich, sé que no te ayuda que te diga esto. Tienes que encontrarlo por ti mismo, y lo encontrarás. Yo te ayudaré. Créeme, no es tan difícil.

Le lanzó una mirada cordial.

Entonces él se rehízo y empezó a interrogarla. Los bustos, los clásicos, la estantería entera llena de cadáveres festejados lo escuchaban.

Ella habló de sus devotos padres, de su colegio. Pero no llevaba mucho tiempo hablando cuando se oyó la puerta de la calle. La madre dejó su paraguas. Ella se alegró al entrar. Dijo que había tardado porque estaba en casa de unos conocidos y no se había atrevido a salir a la calle porque decían que había tiroteos. Pero no había nada más que lluvia.

Traía una octavilla que habían tirado en el tranvía.

–En mitad de la marcha, un chico con polainas se levantó y tiró en el vagón un montón de ellas. El cobrador se enfadó. Dijo que seguro que el chico no le iba a limpiar el vagón.

Línea secreta 998

Por la tarde, mientras Scheidemann hablaba en las salas de la calle Spichern, Ebert mantuvo la temida conversación telefónica con Kassel.

Después de unas pocas palabras de agradecimiento dirigidas a Hindenburg por su carta, Ebert expuso los reparos que se habían manifestado en el consejo de comisionados del pueblo. En vista del ambiente que reinaba entre la población de Berlín, tenía que insistir en marcar distancias respecto a cualquier acción, como la prevista incursión de limpieza por parte del general Lequis.

Al ser preguntado por Gröner, Ebert repitió esta frase. El general puso fin a la conversación sin la cháchara habitual.

Gröner caminó muy agitado arriba y abajo por su despacho. El rechazo era un golpe personal para él. Le comprometía delante de Hindenburg y sus propios consejeros. Era demasiado tarde para orientar al mariscal. Gröner ya estaba oyendo la respuesta de Hindenburg: «Se lo dije. Lástima de papel de cartas despilfarrado».

El mayor Von Schleicher fue llamado al teléfono en casa de la vieja condesa e informado en pocas palabras por su jefe. Debía prepararse para salir al día siguiente hacia Berlín y, antes, presentarse en persona ante Gröner a primera hora de la mañana.

En casa de la condesa había un pequeño grupo de personas que estaban despidiéndose en ese momento. La condesa seguía sola, vivaz, en su sillón, cuando Schleicher volvió del teléfono. Lo saludó con una burlona sonrisa:

–Bueno, y ahora él no quiere.

Se lo había predicho hacía dos horas. Había dicho: «Ahora esperarán la decisión del guarnicionero Friedrich Ebert».

Estaba triunfante.

Schleicher recorrió con un compañero las calles oscuras de Kassel. Las calles estaban mojadas, también en Kassel aquel domingo había sido un día de lluvia. Schleicher era flexible. La ironía y el teatro le gustaban, pero ahora Gröner le estaba pidiendo que se negara un poco a sí mismo.

Un pequeño sastre en una casita junto al mercado seguía sentado a su mesa, a la luz de la lámpara, y vio pasar a los dos oficiales del estado mayor. «Cómo seguían desfilando, incluso a medianoche. Lo llevan en la sangre. Van donde quieren y no les importa lo que otro piense. Cada día me traen proclamas a casa, consignas siempre nuevas que no le permiten aclararse a uno. Pero ellos lo tienen todo claro. Lo tienen en sus manos, y lo ejecutan. En ellos sí se puede confiar.»

Erwin y Lucie

El encuentro en Suiza da un giro decisivo.

El paseo a Bignasco

Bajaron en coche, lentamente, a Locarno y al lago. Era maravilloso ver las higueras, los olivos y los granados bajo su carga de nieve. Se habían vuelto irreconocibles al volver a su naturaleza general de árboles. En el jardín, los mirtos se doblaban, abrumados.

Cruzaron la hermosa plaza del mercado. Su mirada se deslizó sobre los viejos porches. Stauffer paró delante de su hotel; quería coger su abrigo para el viaje.

No regresó enseguida. Al llegar a su cuarto, se dejó caer en un sillón. Así volvió a contemplar la habitación. Estaba inundada de luz, con sus dos ventanas. La última noche había dormido alegremente. Contento, animado, se había puesto en camino hacia la villa de la condesa; y ahora... ¿qué?

¿Debía bajar? ¿Para qué? ¿Para qué un paseo con la americana? ¿Porque afirma ser la Lucie de entonces? ¿Debo bajar o no? Si quiero, pagaré enseguida mi cuenta, haré las maletas y dejaré el hotel por el jardín.

Será lo mejor, se dijo al levantarse. Me voy. Mis asuntos han tomado un curso infernal.

Pero cuando abrió el armario para bajar su maleta, reflexionó. Se le pasó por la cabeza la palabra «definitivo». Entonces se habrá terminado definitivamente. Entonces volverás de una vez por todas a tu antigua vida, sin escapatoria.

Volvió a cerrar lentamente la puerta del armario. Y desde el espejo le miró un caballero preocupado. El caballero parecía presa de la consternación. Luego, sonrió con tristeza.

–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Stauffer a su imagen en el espejo–. ¿Nos marchamos, o bajamos con ella? ¿Qué opinas tú?

No estaba claro lo que opinaba la imagen del espejo.

–Tenemos dos posibilidades –repitió Stauffer–. Podemos organizarnos. ¿Cuál elegirías tú?

Entonces la imagen del espejo le miró con melancolía, y Stauffer comprendió.

–Ya no tenemos más oportunidades, dices. Deberíamos instalarnos y no dar más brincos. No es Lucie. Lucie está perdida, robada, arrebatada para toda la eternidad. Así que, ¿debo bajar con ella? ¿Con... esa dama? No carece de simpatía.

Entonces el espejo dijo:

–No le des demasiadas vueltas al asunto. Ella no es Lucie pero, ¿quién es Lucie? ¿Quién fue Lucie? Ni siquiera tienes un verdadero recuerdo de ella. Ésta de aquí es algo. No le guardes rencor por no ser como te la habías imaginado. Gira sobre ti mismo. Mira cómo estás perdiendo el pelo. Te tomarías por un funcionario muy bregado. ¿No te llama la atención que ella no te haga reproche alguno por eso? Todavía recuerda al joven Stauffer.

Y, cuando la imagen en el espejo le dijo eso, con sinceridad y convicción, Stauffer apoyó la frente en el amable vidrio y le dio la razón. Saludó a su doble con una cabezada, abrió el armario y descolgó su abrigo de piel. Caliente, con la gorra en la cabeza, abandonó su cuarto con una cierta resignación y bajó la alfombrada escalera. «Desciendo sin ruido –pensó, y sonrió tristemente para sus adentros–, al encuentro de mi princesa hechizada. Y, si no apostasteis la vida, nunca la ganaréis.»

Y con gran cordialidad, cuando ella abrió la puerta del coche, el héroe le tendió la mano y pidió perdón por haber tardado tanto. Lucie admiró su equipo invernal.

–Solo han sido unos pocos minutos... ambos estamos acostumbrados a esperar.

A él le gustó aquella forma de tratar el asunto en broma. Se encontraba bien en la situación a la que había ido a parar. Se sentó junto a ella y se estiró, cómodo, orgulloso, en su asiento.

Fueron al valle del Maggia, vieron Solduno, el paisaje de Pedemonte. Al pie de un viejo puente, espumeaba el Maggia. Todo era blanco, las rocas del valle, los pueblecitos, las iglesias. Viajaban por un único y gran elemento natural, la nieve, en la que yacía sin pena la creación humana. La nieve era un animal gigantesco que dejaba jugar amablemente a los pájaros a su alrededor. Poco a poco, llegaron a Bignasco.

La americana conocía el gran hotel del glaciar. Comieron en un comedor apenas ocupado. Se hicieron servir el café en un pequeño salón enteramente vacío. Volvían a estar solos, la conversación podía seguir su curso.

¿Qué es una conversación? Con miradas, gestos, palabras, el uno atrae al otro a dar, de lo invisible e inaudible que tiene, lo que puede dar. Lucie fumaba sus cigarrillos. Dijo:

–Ahora está usted en mis manos. Ya no lo esperaba. Supongo que se da cuenta, señor Stauffer, de la diferencia entre Klara y yo: ella lo ahuyenta, yo lo retengo.

Ella se ocupó con su cenicero. Su tono cambió:

–Insisto en la responsabilidad, la justificación. Usted echa toda la culpa a Klara. Ya conoce la frase de John Gabriel Borkmann, de Ibsen: «Has matado la vida del amor en mí».

–No a sabiendas, Lucie.

Realmente dijo «Lucie». Lo intentó. Se atrevió. El rostro de ella se inflamó.

Ella:

–Claro que a sabiendas. No se atrevió a seguir mi camino.

–¿Qué camino?

–Míreme. He caminado sola. Había vida y amplitud a mi alrededor, personas y países. Personas y países nos esperan, todo eso nos necesita, y sólo existimos si nos apoderamos de ello. El mundo, Erwin, es espléndido, pero está hambriento de nosotros. No sabes lo seco que están sin nosotros este suelo, la tierra, los países y las personas que sostienen; y lo auténticos, lo buenos que se vuelven cuando uno se les acerca. Dando esos rodeos he entendido lo que significa: Dios hizo al hombre del polvo y le insufló su aliento. Ya conoces la imagen de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, cómo Adán yace en tierra, sordo e inanimado, un troglodita, y Dios se le acerca desde una nube y hace saltar la chispa sobre él de su dedo extendido. Cómo cambia el alma a las personas. Sólo entonces nacen, antes no eran más que partos prematuros. Hay algunos aquí y allá, Erwin, que me deben a mí su segunda, su verdadera vida.

Se volvió hacia él:

–Aún habría podido hacer más si... hubiera sido más. Te necesitaba. Eras mi plenitud, y también tú habrías sido más. Cuánto lloré por eso, antes. Literalmente, rompiste mi tronco. Siguió creciendo, tronchado, pero cómo... Lo hiciste a sabiendas. Klara tenía razón. Tu felicidad te echó a perder. Tenías demasiado honor, fama, amor. Tu trabajo te gustaba. Ya no querías más. No te dabas cuenta de a qué rincón angosto te retirabas. Yo estaba horrorizada cuando te veía alguna vez. Me avergonzaba por ti. El mundo podía romperse en pedazos a tu alrededor, como de hecho hizo, sin que tú te dieras cuenta.

Restregó el cigarrillo contra el cenicero.

–Eras como muchos otros en Alemania. Os habéis convertido en encubridores y cómplices de criminales. ¿Cómo, por qué? Por pereza, con media conciencia, aprobándolo a medias... Cuando no os afectaba directamente.

Le dio unas palmaditas en la rodilla:

–Bueno, Erwin. ¿Qué te pasa?

Él le cogió la mano.

–Eres tú en realidad.

–¿Qué te pasa?

Él tardó en abrir la boca:

–Voy a decírtelo. Sí, voy a decirlo. Pero ahora ya no es completamente cierto. Es el vacío, el gran vacío. En él hay que vivir. Resuena en una nada, y nada llega hasta él. Las cosas que se presentan ante uno no tienen nada que decir. La música ha perdido su melodía. Es un hecho que en el mundo el lobo desgarra al cordero... eso no indigna a nadie. Uno está rodeado de hechos y toma nota de ellos, una necia ocupación. Cambiar el mundo... ¿en qué dirección? También falta el impulso para hacerlo. Es como es, pero es agotador. Habría que convertirse en niño para encontrarle gusto.

Después de una pausa, prosiguió:

–Se oye hablar de problemas que ocupan a otros, de la cuestión social, de revolución, de la necesidad de un nuevo Estado. Se sabe. Pero las preguntas no le alcanzan a uno. ¿Qué le importa a uno, en realidad? Ni siquiera se está desesperado, o sólo un poquito, y ese poquito de desesperación es lo único positivo que ofrece el mundo. La vida es una acolchada alfombra raspada hasta el extremo, que muestra su pelada hilazón.

–¿Y la creación? ¿Ya no trabajas?

–Raras veces. No puedo decir que no tenga ideas. Para mi sorpresa, encuentro a menudo en mis papeles anotaciones de las que me falta toda memoria: todo desechado, roto, nada llevado a cabo. A veces me asaltan ideas, pero veo que no vale la pena. A veces me digo que soy perezoso, u hostil al arte. Pero, ¿es que quiero al menos lo que la gente exige hoy de uno, política y acción? Parece que no. Algo empaña mis pensamientos. Paso horas ocupado sin poder decir en qué.

–Sigue hablando.

–Ya no puedo ver mis antiguas obras. Son de otra persona. Por eso tus cartas cayeron como fuego en mí. De nada sirvió ocultarlo. Vi cómo estaban las cosas a mi alrededor. Tú lo habías predicho.

–¿Y qué resulta de eso?

Ella se incorporó y se alejó. Estaba de espaldas a él, junto a la ventana, y dijo, antes de que él pudiera contestar:

–Quiero serte de ayuda. No sacas consecuencias. Te subes al tren y te vas a Hamburgo. Estás convencido de que vas a decirle a tu ex esposa lo que piensas. Un fracaso más –la mujer se echó a reír, Stauffer se estremeció. No sabía qué le pasaba. Todo ambiente elegíaco y romántico se desprendió de él cuando la mujer rio de pronto tan ásperamente.

–Tu esposa Klara te lo ha puesto fácil. Puedes echarle toda la culpa. Pero ¿y yo? –volvió a reír–. ¿Qué pasa conmigo? El pobre diablo hace como si sólo tuviera que correr en pos de su juventud perdida. Pero las cosas no son así.

Se sentó junto a él. Él se apartó. Era indignante... y terrorífico, ella reía, reía. Se atrevió a cogerle la mano. Le trataba como a un chiquillo idiota.

–Una lástima, ¿verdad, Erwin?, lo mal que sale todo. Si fuera por ti, te levantarías y volverías a irte. Probablemente este viaje tenga para ti el resultado de que, una vez en Berlín, destruyas indignado todas las cartas que caigan en tus manos y jures no volver a tocar una carta. Una solución radical. Pero se ha cuidado, querido amigo, de que lo que venga detrás no dependa de ti. También yo estoy aquí.

–Me alegro –«¿Qué pretende esta mujer?»

–Por ejemplo, se me podría ocurrir vengarme. Y no saldrías indemne.

Mira por dónde, el reverso de la medalla.

–He pensado en ello toda la noche. Cuando fuiste al hotel y me hiciste esperar abajo, supe que tenías la intención de huir. Has vuelto. Pero la próxima vez no volverás.

Él se inclinó en su silla. Murmuró temeroso, cobarde:

–Estoy a tu disposición. No soy capaz de otra cosa.

–Me has vendido por treinta monedas. Durante toda mi vida me he sentido humillada por ti, que me dejaste caer. Y en el fondo ahora pretendes la misma maniobra –puso su rostro amenazador delante del suyo–. Di: ¡Sí!

–¿Cómo piensas vengarte?

–Ves, ahora tienes miedo.

–No, Lucie. En absoluto –no alzó la vista hacia ella–. Quisiera que te vengaras. Lo haces por mí. Acabo de darme cuenta, Lucie, de que eso era lo que en realidad esperaba de ti. Ése era, en realidad, el fin de mi viaje.

(No mentía. Estaba harto de sí mismo. ¡Ahora también esto le había salido mal! Su rabia, vergüenza, asco de sí mismo.)

–¡El mortal bebedizo! El mortal bebedizo de Isolda, del que tú, viejo hedonista, quizás esperes que resulte ser un bebedizo de amor.

–Di lo que quieras. Estoy aquí.

–Y espero y no tengo nada que decir, ¡criminal!

Ella se había arrojado sobre él. Lo echó contra el respaldo de la silla y lo sujetó por los hombros como si de una marioneta se tratara. Él compuso una expresión de queja que ella sólo advirtió segundos más tarde. Entonces le soltó; él se quedó inclinado, infelizmente; ella le observó y se estremeció de risa:

–Ahora Betty tendría que estar aquí.

Luego se apoyó en el cristal de la ventana y lloró.

Cuando se incorporó después del maltrato, él se sintió, como en el caso de Laura, como un hombre. Nunca se sabe con las mujeres. Ella sollozaba junto a la ventana. Eso era un signo. Pero ya estaba sonándose la nariz y, mientras se secaba los ojos, caminaba hacia él. Tenía una sonrisa amable, un poco triste.

–Salgamos al aire libre, Erwin. Fuera estaremos mejor. Dos sólo tienen que retirarse para besarse.

Él se levantó de muy buen grado. Al fin y al cabo, ella era una persona razonable. Se había librado con tan sólo un ojo morado.

Lo llevó fuera, pasando de largo delante del coche. Señaló el paisaje, con su enorme acumulación de nieve, se detuvo extasiada (con qué rapidez era capaz de cambiar), y dijo en voz baja, sin mirarle:

–Ahí tienes, Erwin. La orquesta para nuestro dúo.

Él no supo qué decir ante tal grandeza. Le apretó la mano (se había librado con un ojo morado). Ella no pareció advertir su confusión. Estaba allí, alta. Cuando aquello duró demasiado, él carraspeó (tenía frío, habían dejado los abrigos en el coche). Entonces ella volvió rápidamente en sí y se dio cuenta de que él tenía frío. Enseguida se metió en el coche, que tenía puesta la calefacción.

Se sentaron y el coche se puso en marcha, él junto a ella. Estaba contento de que todo hubiera salido bien. Se avergonzaba de su buen humor, se llamaba a sí mismo pícaro y, satisfecho consigo mismo, pecador incorregible. El ambiente en el coche era magnífico.

Cuando se acercaban a Gordevio, ella le puso el brazo en el hombro:

–No irás al hotel, Erwin. Vendrás conmigo.

El tono con que lo dijo superaba todo lo que él había esperado; era suave, entregado y dulce. («Mi único fin mi vida entera».) Era Lucie. Él escuchó. Ella aún dijo algunas cosas más, en el mismo tono.

Aquello le hechizó. ¿Qué experiencia era ésa? Todo en él se volvía arrebatador. De no haber estado sentado en el coche, habría caído de rodillas ante ella.

Sintió vértigo. ¡Así que había llegado a su destino!

El sol vino en su ayuda. La luz cedía, se cernía el crepúsculo.

Ella susurró a su oído (veraz):

–Mi único fin, Erwin, mi vida entera.

El milagro estaba ahí. El crepúsculo lo hacía posible, ver junto a sí un rostro celestial y joven, orgulloso, severo, atractivo.

Fueron abrazados hasta Locarno.

De pronto, ella levantó los brazos, pateó, gritó, rio, se comportó de tal modo que el chófer paró el coche.

–No es nada –susurró Stauffer, que se avergonzaba. El chófer siguió ruta con discreción.

Golpe fallido en Berlín

Jueves, 12 de diciembre de 1918.

Las dos divisiones en Berlín

El general Lequis contaba con dos divisiones completas para, con o sin ayuda de la población y del Gobierno, ejecutar el plan del gran cuartel general y aplastar la revolución en Berlín.

La burguesía esperaba muda. Entre el proletariado crecía la tensión. Estaban preparados.

* * *

Las columnas de la Puerta de Brandeburgo seguían adornadas con perennes guirnaldas de abeto. Los mástiles con coronas, los obeliscos diseñados por el pintor Sandkuhl, la tribuna de oradores, todo seguía allí. En la puerta central, seguía colgando la pancarta en la que podía leerse: «Paz y libertad».

Y una vez más marcharon desde Schmargendorf y atravesaron la Heidelberger Platz, hicieron atronar sus potentes timbales y tocaron las ágiles marchas que recordaban tiempos esplendorosos.

También llevaban escarapelas y cintas negras, blancas y rojas.

Pero el presente estaba profundamente ensimismado y ocupado consigo mismo, como una persona que se entrega a su pena junto a una tumba.

Con estrépito de cadenas, de marcha y de cornetas llegaron la 4.ª División de Infantería de la Guardia y el 93.º Regimiento de Infantería de la Reserva. Cruzaron con duro paso el Tiergarten, bajo la lluvia invernal.