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SIMON SCARROW

LUCHA

EN LAS CALLES

Gladiador II

Traducción de Carlos Valdés

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LUCHA EN LAS CALLES

Gladiador II

Para Lindsey Davis, que también

inspiró mi interés por Roma.

Capítulo I

Marco supo que había cometido un error fatal en el instante en que, al recular por la esquina del patio, sintió que el talón de su sandalia rozaba el agrietado yeso del muro, e instintivamente avanzó medio paso para ganar un pequeño espacio en el que moverse. Era lo que le habían enseñado a hacer en la escuela de gladiadores de Porcino: en una lucha mantén siempre espacio para moverte, de lo contrario cedes la iniciativa a tu oponente y quedas a su merced. Fue una lección que Tauro, el severo y cruel jefe de instructores, repitió hasta la saciedad a los aspirantes a gladiador.

A sus once años, Marco era alto para su edad y el duro entrenamiento le había hecho fuerte y resistente, y le había dotado de cierta destreza con la espada. Aun así, supo que todas las probabilidades jugaban en su contra en cuanto se encaró con su oponente, un hombre enjuto de unos treinta años, de pies rápidos y una aguda vista que anticipaba casi todos los movimientos que Marco hacía en su enfrentamiento.

Al tiempo que parpadeaba para apartar una gota de sudor, Marco dejó atrás su ansiedad. Sabía que su única esperanza era hacer algo inesperado, algo para lo que su oponente no estuviera preparado. La forma en que aquel hombre se movía y manejaba su espada corta delataba que había recibido instrucción como soldado, o quizás incluso como gladiador, igual que Marco. Nada más desenvainar su espada frente al muchacho, el hombre había comenzado con un par de estocadas y fintas perezosas. La inicial expresión de desdén de su rostro se había desvanecido enseguida en cuanto Marco esquivó confiado las embestidas de su espada. Hubo una breve pausa mientras el hombre se retiraba unos pasos para dedicar una nueva mirada a su joven oponente.

–No estás tan verde como creía –gruñó–. Pero no eres más que un cachorrito que necesita una buena paliza. Y eso es lo que te voy a dar.

Entonces se enzarzó en serio con Marco y el chocar de sus espadas empezó a resonar en los muros del patio. Fuera, en la calle de Roma que discurría por detrás del patio, el alboroto de las voces apenas llegaba a los oídos de Marco, amortiguado por el de la sangre que latía en su cabeza. No le prestó atención y se concentró en su rival, esperando cualquier atisbo de movimiento que le indicase el siguiente ataque.

Aquel hombre era bueno. No habría durado más que un par de latidos de corazón contra un experto como Tauro, pero sólo era cuestión de tiempo que derrotara a Marco. Pese a los rapidísimos movimientos del chico, el hombre no tardó en acorralar a Marco contra el muro.

Por un instante, Marco cedió al temor de que aquel hombre ganaría y se maldijo por dejar que esto ocurriera. Expulsando aquel pensamiento de su mente, se agachó sobre la tierra apisonada y los adoquines del patio. Desplazó el peso ligeramente hacia delante hasta quedar apoyado en la base de los dedos de los pies, preparado para avanzar de un salto o saltar hacia un lado en un instante. Mantuvo la espada levantada a poca distancia de su costado, desde donde podría lanzar un ataque o bloquear cualquier golpe que le lanzara su oponente. Su mano izquierda estaba extendida para mantener el equilibrio.

Se produjo otra breve pausa mientras se observaban el uno al otro.

Marco percibió movimiento detrás del hombre cuando una figura que observaba desde una puerta en el extremo más alejado del patio cambió de posición.

El ataque comenzó cuando su mirada se desvió hacia ese punto. Con un rugido, el hombre se abalanzó sobre él y lanzó una estocada hacia la cabeza de Marco. El muchacho se hizo a un lado justo cuando la punta de la hoja pasaba cortando el aire a escasos centímetros de su rostro. Al mismo tiempo, Marco atacó contra el brazo de su oponente que sujetaba y sintió una leve sacudida cuando el filo perforó la piel del hombre.

Con una maldición, el hombre cayó hacia atrás y levantó el brazo para mirar la herida. Sólo era un arañazo superficial, pero la sangre fluía abundante y las gotitas marcaban irregulares líneas carmesí por su antebrazo mientras miraba la carne cortada. Clavó una mirada gélida en Marco.

–Esto va a costarte caro, chico. Muy caro.

A Marco se le heló la sangre al oír la arrogante amenaza, pero mantuvo los ojos sobre su oponente.

El hombre bajó el brazo, al tiempo que apretaba la mano con fuerza para que la sangre que mojaba su palma no hiciera resbalar su arma. Avanzó con decisión hacia Marco con los labios contraídos en una despiadada mueca. Esta vez no había posibilidad de desviar sus envites. El choque de los aceros resonaba atronador en los oídos de Marco mientras era empujado contra el muro que tenía detrás. La punta de la espada golpeó el revoque a un lado de su cabeza y arrancó fragmentos de la pared. De repente la espada ya estaba otra vez preparada, en alto, para descargar un golpe sobre la cabeza de Marco.

–¡Detente! –gritó una voz profunda desde el otro lado del patio.

Para entonces, a aquel hombre le hervía la sangre, y lanzó otra estocada contra Marco. En el último momento, Marco dio un brinco desesperado hacia delante, dentro del arco que describía la hoja. Se mantuvo abajo, lanzándose con todo su peso en el ataque mientras golpeaba con el guardamano de su espada justo entre las piernas de su rival, en la ingle. Se oyó un hondo gemido y el hombre reculó con expresión dolorida. Dejó escapar un lamento de dolor y rabia, cerrando su mano izquierda en un puño con el que lanzó un duro embate. Marco intentó apartarse de la trayectoria de la embestida, pero le alcanzó en el cráneo y el impacto empujó su cabeza hacia el lado. Brillantes chispas blancas llenaron el campo de visión de Marco mientras su cuerpo volaba por los aires. Después aterrizó con pesadez y sintió que le faltaba el aire en los pulmones. Rodó hasta apoyarse en la espalda, jadeante, al tiempo que los muros y el cielo daban vueltas por encima de él. El hombre entró tambaleándose en su campo de visión, gimiendo mientras se cernía sobre él. Entonces Marco sintió que la punta de una espada tocaba el espacio huesudo de la base de su garganta.

El hombre entrecerró los ojos y Marco temió que fuese a hincar la espada cortándole la garganta mientras la punta se hundía. Iba a morir y se le llenó el corazón de pesar y vergüenza por haber fracasado al intentar conseguir su libertad y encontrar a su madre. Había sido esclavizada al mismo tiempo que Marco y la habían llevado a una finca agrícola en algún lugar de Grecia, y si él moría, ella estaría condenada a terminar allí sus días. Cerrando con fuerza los ojos, Marco suplicó a los dioses que le perdonaran la vida.

–¡Festo! ¡Ya es suficiente! –volvió a gritar aquella voz–. Hiere al chico y haré que te crucifiquen antes de que termine el día.

Pasaron unos segundos antes de que la leve presión de la punta de la espada cediese y Marco se atreviese a abrir los ojos. Estaba helado por el susto y le temblaban las piernas, mientras permanecía tumbado boca arriba en una esquina del patio. Por encima veía a Festo apretando los dientes con frustración y, más arriba aún, el cielo manchado de humo. Aunque la primavera estaba muy avanzada, unas nubes bajas se acumulaban sobre Roma y amenazaban lluvia. Festo se enderezó, giró su espada y la devolvió de un golpe a su vaina antes de volverse hacia la puerta para hacer una reverencia. Marco se puso en pie con dificultad, respirando pesadamente, y se apartó de Festo al tiempo que hacía otra reverencia.

Cuando se enderezó, vio que el otro hombre cruzaba el patio a zancadas hacia ellos con una media sonrisa en los labios. Se detuvo ante Marco y lo miró de arriba abajo, sopesándolo, y después se volvió hacia Festo, jefe de sus guardaespaldas.

–¿Y bien? ¿Qué te parece el chico?

Festo se mantuvo en silencio antes de responder con cautela.

–Es rápido y tiene destreza con la espada, amo, pero aún tiene mucho que aprender.

–Por supuesto que sí. Pero, ¿puedes enseñarle?

–Si es tu deseo, amo.

–Lo es. –El desconocido sonrió–. Está decidido. El chico queda a tu cargo. Lo instruirás para luchar. Tiene que aprender a usar otras armas aparte de la espada. Debe ser capaz de usar la daga, el puñal, las estacas y las manos desnudas. –El hombre volvió a mirar a Marco. No había ni un ápice de buen humor en aquellos ojos fríos cuando continuó–: Algún día el joven Marco bien podrá convertirse en un excelente gladiador en la arena. Hasta entonces, quiero que continúe con el entrenamiento que empezó en la escuela de Porcino. Pero también debes instruirlo en las artes de la calle si queremos hacer de él un guardaespaldas efectivo para mi sobrina.

–Sí, amo –asintió Festo.

–Puedes dejarnos. Llévate la espada del chico. Luego busca a mi administrador y dile que quiero mi toga más fina limpia y perfumada para mañana. El populacho no esperaría menos de uno de sus cónsules –añadió–. Quiero tener buen aspecto cuando esté al lado del gordo idiota de Bíbulo.

–Sí, amo.

Festo volvió a hacer una reverencia, después atravesó el patio a buen paso para entrar de nuevo en la casa. Cuando ya no estaba, el hombre centró toda su atención en Marco.

–Ya sabes que aquí en Roma tengo muchos enemigos, joven Marco. Enemigos que harían daño a mi familia con el mismo agrado con el que me lo harían a mí, Cayo Julio César. Por eso necesito alguien en quien pueda confiar para proteger a Portia.

–Lo haré lo mejor que pueda, amo.

–Quiero que hagas más que lo mejor que puedas, chico –dijo César seriamente–. Debes vivir para proteger a Portia. Cada momento que pases despierto tus ojos y oídos deben estar atentos a cada detalle de tu alrededor si es que quieres detectar amenazas antes de que puedan causar daño. Y no sólo tus ojos y oídos. Debes usar tu cerebro. Sé que tienes un ingenio agudo. Eso ya lo demostraste en Capua.

César se mantuvo en silencio un momento y los dos recordaron la lucha en la que Marco había derrotado a Ferax, un muchacho que casi doblaba su tamaño, antes de matar dos lobos que habían azuzado contra él tras haberse negado a matarlo. Pero no había sido ninguna de aquellas dos hazañas lo que le había granjeado el favor de César, sino el hecho de que, cuando su sobrina Portia cayó a la arena y quedó a merced de los voraces lobos, Marco le salvó la vida. César estaba en deuda con Marco por aquello. Al mismo tiempo, César reconocía con astucia la oportunidad de invertir en un muchacho que algún día podría llegar a ser un gladiador popular entre el gentío, y parte de esa popularidad alcanzaría al propietario del gladiador. Así que Marco había sido comprado en la escuela de gladiadores, transferido de un amo a otro como una bestia cualquiera.

Se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en el pecho de Marco.

–Puede que sea cónsul, uno de los dos hombres más poderosos de Roma, pero hasta yo puedo sangrar con la misma facilidad que cualquiera. Tengo hombres que me protegen y hombres que espían para mí, y aun así siento que, de alguna manera, tú puedes demostrar que eres uno de mis más valiosos sirvientes. Por ahora cuidarás de Portia, pero quizás algún día tenga otros usos para ti.

Los ojos de César se entrecerraron mientras miraba a Marco fijamente. El silencio puso tenso a Marco, que tragó saliva nervioso. Aún no sabía bien qué pensar de su nuevo amo. A veces César podía ser generoso y encantador. En otras ocasiones, parecía despiadado, duro e incluso cruel.

–¿Otros usos, amo?

Una leve sonrisa se insinuó en los labios de César mientras respondía:

–Donde un hombre puede resultar sospechoso, un jovencito bien puede pasar desapercibido. Ahí es cuando necesitaré que seas mis ojos y mis oídos –César quedó en silencio y se acarició el mentón.

Marco sintió un ligero estremecimiento por el elogio implícito y la confianza que César depositaba en él. Pero el agrado desapareció enseguida, cuando recapacitó sobre el verdadero significado de las palabras de César. Marco iba a ser utilizado como una pieza menor en la batalla entre César y sus enemigos políticos. Pero Marco se daba cuenta de que aquello no era un juego. Recordaba que Tito, el hombre que en el pasado había creído que era su padre, le había hablado del mundo de la política en Roma. Las apuestas eran altas, literalmente cuestión de vida o muerte, y ahora Marco estaría en medio de todo aquello. Sería peligroso. Pero si Marco conseguía que lo juzgasen valioso y servía bien a César, podía esperar una recompensa. Eso era algo que había descubierto sobre aquel hombre: era generoso con quienes le ayudaban a alcanzar sus ambiciones. El pulso de Marco se aceleró al mirar a César y asentir con la cabeza.

–Estoy dispuesto.

César sonrió por un instante y después observó a Marco durante lo que pareció un buen rato antes de hablar de nuevo.

–Hay cierto misterio a tu alrededor, ¿sabes, muchacho? No eres un esclavo corriente. Cualquiera puede verlo. Tienes más coraje, determinación y dureza que cualquiera de tu edad. Tu padre estaría orgulloso de ti, dondequiera que esté.

Marco pensó deprisa. Aquí estaba su primera oportunidad de presentar la injusticia de su situación a César.

–Mi padre está muerto –dijo–. Fue asesinado por órdenes de un recaudador de impuestos llamado Décimo.

–Ah, ¿sí? –César frunció los labios un segundo y después se encogió de hombros–. Es una lástima. Pero los dioses tienen sus razones para hacer que las cosas ocurran a su manera.

A Marco se le estremeció el corazón por el cortante desprecio ante sus pesares.

–¿Y qué hay de tu madre? –preguntó César.

–Es esclava, amo. Aunque no sé dónde está.

Por mucho que Marco quisiera ayuda para encontrar a su madre, por ahora decidió que lo mejor era mentir. Sería más seguro que su madre permaneciera escondida de César. Si alguna vez llegaba a descubrirse su verdadera identidad, Marco sería entonces condenado a muerte, así como cualquiera que afirmara tener la misma sangre que él. A pesar de toda la gratitud que mostraba a Marco por haber salvado la vida de su sobrina, aquel hombre, César, lo mataría en cuanto supiera que el verdadero padre de Marco era Espartaco, el general gladiador que había comandado el ejército de esclavos rebeldes en su desafío a César y sus amigos aristócratas. El gladiador que casi había traído la destrucción de Roma y todo aquello que representaba.

Capítulo II

En cuanto César le dio permiso para retirarse, Marco salió del patio y se dirigió a los alojamientos de los esclavos, situados en la parte trasera del edificio. Al llegar a la casa, Marco fue llevado ante el administrador de César, quien le explicó las normas que gobernarían su vida y después le mostró la pequeña celda que iba a compartir con otros dos muchachos, también esclavos. El más joven no era mucho mayor que Marco y se llamaba Corvo. Espigado y escuálido, de nariz ganchuda, tenía un sombrío aire de resignación. El otro muchacho, Lupo, tenía cerca de dieciséis años y un don natural con las letras y los números. Además de ayudar ocasionalmente en las cocinas, servía a César como escriba. El escriba era el responsable de tomar notas para su amo, le explicó Lupo con orgullo. La mayor parte de los días acompañaba a César en sus asuntos oficiales. Lupo, bajito y menudo, con su oscuro cabello arreglado con esmero, era mucho más animado que su joven compañero y había dado una cálida bienvenida a su humilde alojamiento al recién llegado. Su celda no tenía más de tres metros de largo por uno y cuarto de ancho, con una rendija en lo alto que dejaba entrar un tenue rayo de luz desde la calle. Los otros chicos dormían en andrajosas yacijas, uno al lado del otro, en el extremo más alejado de la puerta. A Marco le entregaron una yacija igual de gastada y le dijeron que podía dormir a un lado de la angosta entrada.

A partir de ese momento, le habían asignado multitud de pequeñas tareas domésticas hasta la mañana en que Festo lo había llamado para poner a prueba sus habilidades como luchador. Ahora, mientras se dirigía otra vez hacia su miserable aposento, los ruidos de la Subura, el distrito que rodeaba la casa, se fundían en un apagado zumbido de fondo. Uno de los esclavos más viejos le había contado a Marco que la Subura era un vecindario respetable cuando los antepasados de César habían construido su hogar allí, pero desde entonces la zona se había ido degradando. Alrededor de las casas se arracimaban ahora destartalados bloques de viviendas llenos de familias de granjeros desposeídos, obligadas a marchar a la ciudad en busca de trabajo. A éstas las habían seguido inmigrantes de todos los rincones del Mediterráneo: griegos, númidas, galos y judíos. Ahora todos ellos atestaban la Subura, y las estrechas callejuelas se llenaban de voces gritando en diferentes lenguas, al mismo tiempo que los característicos olores de sus tradiciones culinarias se convertían en una mezcla lo bastante poderosa como para envolver el persistente hedor a comida echada a perder y alcantarillas.

Pese a llevar alrededor de diez días en la capital, Marco aún se estaba acostumbrando a sus apestosas calles. La colorida mixtura de modos de vestir y el ruido y ajetreo del superpoblado vecindario lo fascinaban. Criado en una granja aislada en una islita griega, Marco sólo había conocido las limitadas delicias del mercado local del pueblo, donde los adustos granjeros se encontraban tres veces al mes para comerciar. Su corazón se encogió al recordar sus caminatas hasta el mercado junto al hombre al que en el pasado consideraba su padre. Como antiguo soldado, Tito era exigente y a menudo frío, y la mayor parte del tiempo había sido estricto con Marco. Pero de vez en cuando su severa fachada se derretía, y entonces jugaba a luchar con Marco en el pequeño patio de la granja o le contaba historias de sus aventuras militares.

Marco suspiró entristecido al recordar su primera infancia, debatiéndose entre los desgarradores recuerdos y la conciencia de que le habían mentido. Tito no era su padre. Eso se lo habían revelado hacía menos de un mes, cuando acababa de salir de la escuela de gladiadores y estaba camino de reunirse con su nuevo amo en Roma. Fue Brixo, antaño partidario de Espartaco, que lo había seguido y le había contado la verdad. Marco se llevó una mano por encima del hombro, pasando los dedos por debajo del cuello de su túnica para seguir el contorno de la marca que le habían grabado a fuego cuando sólo era un niño: la cabeza de un lobo ensartada en una espada, la misma marca secreta que habían compartido Espartaco y sus más cercanos seguidores, entre ellos la mujer que amaba y el hijo de ambos, Marco. Brixo le había contado que su destino era completar el trabajo de su verdadero padre y liderar la siguiente revuelta de esclavos, una que aplastara finalmente a Roma y liberara a todos los esclavos que vivían bajo el látigo de sus crueles amos romanos.

Marco frunció el ceño con enojo. Su mundo estaba patas arriba. Todo lo que había conocido era falso y su corazón se debatía en un torbellino de emociones. Aún quería a Tito, aquel duro y orgulloso veterano de las legiones. Sin embargo, no había ni una gota de sangre romana en las venas de Marco. Su verdadera herencia estaba entre las filas de los millones de esclavos oprimidos que vivían y morían encadenados en las minas o en granjas propiedad de acomodados romanos, explotados en sus espléndidas villas o como fuente de sangriento entretenimiento en los juegos de gladiadores. Ésa era la auténtica identidad de Marco, lo que siempre había sido: un esclavo.

Saberlo le quemaba dolorosamente el corazón. Sentía amargura por aquella decepción y no podía creer que su madre le hubiera ocultado la verdad durante toda su vida. Al enfado que sentía hacia ella le seguía de inmediato un intenso sentimiento de culpa. Ella era lo único que le importaba en el mundo, y su única meta en la vida era encontrarla y liberarla.

El plan de Marco había sido seguir los pasos del general Pompeyo, el último comandante de Tito, y pedirle ayuda para salvar a su madre. Era un favor que un general romano podía conceder a uno de sus antiguos oficiales, pero sería una sentencia de muerte para Marco y su madre si Pompeyo descubría que en realidad Marco era el hijo del esclavo más odiado y peligroso de todo el Imperio romano. Y, ciertamente, eso mismo ocurriría si su nuevo amo, César, descubría el nombre de su verdadero padre. Espartaco era el enemigo de todos los romanos.

Marco suspiró de nuevo, esta vez sintiéndose frustrado ante lo que parecía una situación imposible. Tenía que encontrar una manera de ayudar a su madre que no implicara revelar su verdadera identidad. Y cuanto antes…

–¡Maldito Brixo! –exclamó furioso al entrar en el atrio interior de la casa, donde una columnata rodeaba un pequeño estanque poco profundo. Marco bajó la mirada hacia las losas, sumido en sus pensamientos, mientras empezaba a caminar alrededor del estanque.

–¿Brixo? ¿Quién es ese Brixo que tanto disgusta a mi salvador y guardaespaldas personal?

Marco se detuvo y miró nervioso a su alrededor –no debería haber pronunciado el nombre de Brixo en voz alta–, cuando una esbelta figura apareció de detrás de una de las columnas. Era la sobrina de César, Portia, una chica sólo un par de años mayor que Marco, de cabello castaño claro recogido en una sencilla cola de caballo y los mismos penetrantes ojos castaños que su tío. A Marco le habían contado que la madre de Portia había muerto al dar a luz y su padre prestaba servicio con las legiones en Hispania, por lo que ella se había ido a vivir a Roma con su tío.

Él inclinó la cabeza.

–Buenos días, ama Portia.

Una ligera arruga se dibujó en la frente de la joven.

–¿Ama? ¿Tienes que ser tan formal? –Abarcó el atrio con un movimiento de la mano–. Estamos solos. Puedes hablar con libertad. No hay nadie aquí que pueda oírnos.

Marco miró las entradas al atrio y no vio a nadie. Aun así, bajó la voz al responder.

–Podrían azotarme por dirigirme a ti de manera irrespetuosa.

–Pero yo no lo considero irrespetuoso –repuso Portia, en un tono amable–. Sólo quiero que me hables como un amigo, Marco. No como el esclavo de mi tío.

Él la miró en silencio. Desde su llegada a la casa, había hablado con Portia en contadas ocasiones, siempre con algún otro miembro de la familia presente. Portia lo había visitado en la escuela de gladiadores, cuando él se estaba recuperando de las heridas recibidas al salvarla de los lobos en la arena de la escuela. Ella se sentía agradecida y Marco había esperado una cálida bienvenida. Pero desde que había llegado, Portia mostraba tanta indiferencia por él como por los demás esclavos de la casa. El cambio en sus modales, tan desdeñosos después de su anterior gratitud, lo había confundido y herido al mismo tiempo.

Un día, no mucho después de su llegada, le habían ordenado que fregara el suelo de los aposentos de Portia. Sorprendido por el duro contraste entre su deprimente celda y la confortable existencia de Portia, se dio cuenta de la gran distancia que mediaba entre sus dos vidas. Incluso mientras se maravillaba ante el mullido colchón de la chica, cubierto con mantas tejidas con una compleja decoración, entendía que el abismo social entre ellos era tan ancho como cualquier océano del mundo, e igual de peligroso. Al mirar los muebles de excelente calidad, la mesa para sus perfumes, un baúl de ébano para sus joyas y un gran archivador con rollos de poesía, historias y cartas de su padre, vio claramente que convivían en la misma casa dos mundos completamente diferentes.

Marco era un esclavo y su amo tenía libertad para hacer con él lo que quisiera. ¿Cómo iba a plantearse siquiera la sobrina de César la amistad con un esclavo? Y César no era un mero ciudadano de Roma. Su familia era una de las más respetadas de la ciudad, pues afirmaba descender de la misma diosa Venus. Por eso a César no le gustaría descubrir que uno de sus esclavos había hablado de algo con su sobrina en términos de igualdad. Un amo podía mandar ejecutar a su esclavo por menos.

Sin embargo, Portia parecía estar actuando ahora como si ese abismo no existiese en realidad. Marco abrió la boca en un esfuerzo por contestar, y después la cerró al no poder encontrar una forma segura de dirigirse a ella.

Ella advirtió su incomodidad y dejó escapar una leve risita.

–Muy bien, si eso te hace sentir más seguro, podemos hablar en el jardín. Hay un escondite en el rincón más alejado. Sígueme. –Había un inconfundible tono de mando en sus palabras mientras lo conducía por el breve pasillo que desembocaba en el modesto jardín.

El jardín era un espacio pulcramente cuidado de no más de treinta metros de ancho. Había sido un gran orgullo para las pasadas generaciones de la familia de César, los Julios, y estaba compuesto por arbustos y rosales podados con primor y otras flores brillantes guiadas por rodrigones de madera. Formaban avenidas sombreadas que cruzaban el jardín y corrían a ambos lados del mismo, llenando el aire con una delicada fragancia. Una fuentecilla tintineaba en el centro del jardín. Resultaba difícil creer que algo tan hermoso y de tan dulce fragancia pudiese existir en el interior de lo que había visto de aquella atestada, mugrienta y hedionda ciudad, pensó Marco.

Portia lo condujo por uno de los paseos laterales hasta el rincón donde se unían los altos muros enfoscados. Había allí una pequeña zona con bancos protegida de miradas indiscretas por un seto. Ella se sentó en uno de los dos bancos de madera que recorrían el ángulo del muro. A sus espaldas, en el yeso, había sido pintada una escena de un balcón cubierto de yedra desde el que se veían suaves colinas que se extendían hasta el mar. Diminutos barcos de brillantes velas surcaban las inmóviles olas. «No se acercan a su destino –pensó Marco–, ni van a ninguna parte. Igual que yo.»

Portia dio unas palmaditas en el espacio vacío a su lado.

–Ven. Siéntate.

Él dudó y después miró por encima de su hombro.

–Marco –insistió Portia riendo–, aquí nadie puede vernos. Confía en mí. Venga, siéntate.

Él respiró hondo y se sentó con desgana en el banco, a casi un metro de Portia, todo lo cerca de ella que se atrevió.

–Esto es peligroso –dijo, volviendo la cabeza para mirarla.

–Es bastante seguro. Si viene alguien, puedes levantarte y yo fingiré que te he llamado para que me traigas una bebida.

–¿Y si no te creen?

Ella enarcó altivamente una ceja.

–Soy la sobrina de un cónsul de Roma. ¿Quién va a cuestionar mi palabra en mi propia casa?

–Tu tío, por ejemplo. Dudo mucho que le hiciera feliz que su noble sobrina fuese sorprendida manteniendo una amistosa charla con un esclavo.

–¡Bah! –Portia hizo un gesto desdeñoso–. Puedo hacer que mi tío coma de mi mano si lo necesito, aunque sea uno de los hombres más poderosos de Roma, después de esos ricachos de Craso y el vanidoso general Pompeyo. ¡Más bien general Pomposo! –Se rio de su propia broma y Marco vio que sus dientes eran pequeños y brillantes.

Por los cotilleos de los otros esclavos, Marco se había enterado de que la única hija de César, su amada Julia, se había casado con el general Pompeyo poco antes de que Marco llegara a Roma. Ahora parecía que César había llegado a considerar a Portia la sustituta de la hija que había abandonado su familia.

–De todas formas –continuó Portia–, puedes hablar conmigo con bastante seguridad, Marco.

Quería creerla, pero aún sentía la necesidad de ser precavido.

–Entonces, ¿sobre qué tenemos que hablar?

Portia parecía sorprendida.

–Bueno, han pasado varios días desde tu llegada y quiero saber cómo te estás adaptando. ¿Qué te parece nuestra casa?

–¿Casa? –Marco indicó el jardín con un gesto–. Pensaba que esto era un palacio. ¿Es así como viven todos los nobles romanos?

–Ésta es bastante modesta en comparación con otras. –Portia sonrió–. Deberías ver las grandes casas de Craso y Pompeyo. Ésas sí que son como palacios. Pero el tío Cayo prefiere vivir aquí, rodeado de gente común. Dice que ayuda a mantener al populacho de su parte. Tiene otra casa, un sitio mucho mayor que éste, cerca del Foro. Se la dieron con el cargo cuando fue elegido pontífice máximo, hace un tiempo. Pero sólo la usa para asuntos oficiales. Éste es nuestro verdadero hogar –Portia le tocó el brazo con cariño–. De todas formas, Marco, habla conmigo. Quiero saber qué piensas de Roma. Es la primera vez que estás aquí, ¿verdad? –Levantó la mano y le dio un golpecito con un dedo–. ¿No te parece emocionante?

–¿Emocionante? –A Marco le sorprendió la pregunta y no pudo evitar una amarga sonrisa–. Estoy tan emocionado como un esclavo puede estarlo.

–Vamos, ahora eres parte de la casa de mi tío. Ya no estás en aquella horrible escuelita de gladiadores donde él te encontró. Suponía que estarías más agradecido por la forma en que han cambiado las cosas.

A Marco no le gustó su tono y una llamarada de indignación se inflamó en su interior.

–Y yo pensé que tu tío estaría más agradecido de que te salvara la vida.

Portia dio un respingo; después inclinó la cabeza y se miró las manos, apoyadas en el regazo. Se mantuvo en silencio durante un momento, antes de continuar con humildad:

–Yo te estoy agradecida, Marco. De verdad que lo estoy. Y también mi tío, aunque nunca se le ocurriría pensar en estar en deuda con un esclavo. Siento la forma en que te he hablado –lo miró tímidamente–. No quiero ser tu enemiga. Al contrario, quiero ser tu amiga. Supongo que me siento un poco sola. En realidad, no tengo muchos amigos… Por favor, no me odies.

–No te odio –replicó Marco con frialdad. Después tocó con su pulgar la placa de latón que colgaba de su cuello con una gruesa cadena. Su nombre y el de su amo estaban limpiamente grabados en su brillante superficie–. Es esto lo que odio. Yo no tendría que ser un esclavo. Nací libre y viví de esa manera hasta hace menos de un año, cuando mi madre y yo fuimos secuestrados por un recaudador de impuestos y mi… padre… fue asesinado. Algún día la encontraré y la liberaré. Y también me vengaré y mataré a ese recaudador, Décimo. Lo juro.

Portia parecía horrorizada.

–¿Qué sucedió?

–Mi padre tenía una deuda. Pidió dinero prestado a Décimo y, cuando no pudo devolverlo, Décimo envió a sus matones. Su cabecilla, un hombre llamado Thermón, mató a mi padre y nos raptó a mi madre y a mí para vendernos como esclavos y saldar la deuda. –A Marco se le estremeció el corazón de pena al recordarlo y apartó la mirada.

Portia se mantuvo en silencio y cuando habló lo hizo en voz baja.

–Entonces tendrás que ganarte tu libertad, Marco, para así poder buscar a tu madre.

«O podría escapar», pensó Marco. Sopesó la posibilidad durante un instante. No llegaría muy lejos con un collar de esclavo al cuello. En cuanto lo atraparan, lo devolverían a rastras a casa de César, donde su amo lo castigaría con dureza. Era lo que se esperaría que hiciera para asegurarse de dar ejemplo a los demás esclavos de la casa, así como a todos los esclavos de todas las casas de Roma. Marco suspiró. Justo ahora, poco conseguiría escapando. Sería mucho mejor seguir su plan inicial y ver si podía presentarle su caso directamente al general Pompeyo, manteniendo al mismo tiempo el secreto de su verdadera identidad.

Marco se aclaró la garganta.

–Quizá si sirvo bien a tu tío, él me dejará libre. Hasta entonces, te protegeré con mi vida.

Portia sonrió.

–Gracias. Y, Marco, quizá yo pueda ayudarte. Me gustaría, si pudiera.

Un breve silencio cayó sobre ellos, después Marco habló de nuevo.

–Quizá. Pero debes saber que nunca podré ser un verdadero amigo para ti. No mientras yo sea un esclavo y tú la sobrina de un cónsul.

Portia esperó un poco antes de contestar.

–Imagino que piensas que soy una niñata consentida. Bueno, puede que lo sea en cierto modo. Pero mi tío es poderoso y eso significa que muchos hombres y mujeres quieren contarse entre sus amigos. Así que lo adulan continuamente, y sus hijos y sobrinos me adulan a mí. Nadie me trata como a una persona normal. Para ellos soy un medio para ganarse el favor de César. Tengo trece años. El año que viene por estas fechas bien podría estar casada. Mi tío querrá utilizar la boda para avanzar en sus ambiciones políticas –esbozó una leve sonrisa–. No quiero tu compasión. Siempre he sabido que éste sería mi destino, y lo acepto. Pero antes de que ocurra me gustaría tener al menos un amigo de verdad en mi vida, Marco. Cuando caí en aquella arena, vi mi muerte en los ojos de aquellos lobos. Pero tú me salvaste. Y eso significa que compartimos un vínculo real. ¿No es cierto?

Marco recordó que una vez Tito le había contado que, cuando era soldado, había salvado la vida de otro y desde entonces eran como hermanos. Pero sus sentimientos por Portia eran más que eso, aunque apenas se atrevía a admitirlo, ni siquiera a sí mismo. A pesar de reconocer la diferencia entre sus vidas, ansiaba con desesperación que sus palabras fueran ciertas.

–Supongo que sí.

–Entonces puedes ser mi amigo secreto, y yo seré la tuya. Puedo hablarte con libertad y tú a mí. Con el tiempo, quizás incluso pueda ser capaz de ayudarte a ganar tu libertad.

Más que nada, Marco quería alguien con quien poder hablar libremente, pero ni siquiera se planteaba mencionar su verdadera identidad a Portia. Para ella, su tío y para cualquier romano, el espectro de Espartaco era su peor pesadilla. Significaba el final de su forma de vida.

Aun así, se obligó a sonreír.

–Gracias, ama Portia.

Ella pareció sentirse herida.

–Sólo Portia cuando estemos solos. Por favor.

–Como quieras, Portia.

La chica sonrió.

–¡Así! Ya está decidido. Somos amigos y hablaremos así siempre que tengamos oportunidad. Quiero que me cuentes cómo te entrena Festo, qué piensas de Roma y yo te contaré todo lo que sucede en las casas más elegantes de Roma.

Marco sonrió sin ganas.

Portia estaba a punto de volver a hablar cuando se oyó un grito procedente del otro lado del jardín.

–¡Marco! ¡Marco! ¿Dónde estás, muchacho?

Marco reconoció la áspera voz de Flaco, el administrador de la casa, y se volvió hacia Portia mientras se levantaba del banco.

–Tengo que irme.

–Sí. –Ella tomó su mano otra vez y le dio un ligero apretón–. Hablaremos pronto, espero.

Marco asintió mientras Flaco volvía a gritar su nombre, y salió apresurado de aquel rincón para recorrer el camino del costado del jardín. Al dejar atrás la sombreada columnata que bordeaba el final de la casa, vio al administrador, un hombre bajo y rechoncho, vestido con una túnica verde. Flaco estaba calvo excepto por una franja que, llena de aceite, recorría su cabeza de sien a sien, y sus pesadas mejillas se bambolearon cuando se volvió al oír los ligeros pasos de Marco.

–Por el Hades, ¿dónde has estado? –Arrugó el entrecejo.

–Aquí en el jardín, señor –replicó Marco al detenerse frente al administrador.

–Bien, pues que no te vuelva a pillar aquí. Cuando no se te necesite, te quedas en los cuartos de los esclavos hasta que te llamen. ¿Entendido? –Estiró una mano y le dio un cachete en la oreja.

El golpe empujó la cabeza de Marco hacia un lado y le dejó un tintineo en los oídos. El muchacho pestañeó y volvió a mirar al administrador.

–Sí, señor.

–Pues hazlo o la próxima vez te daré una paliza que no olvidarás. –El administrador apoyó sus gordos dedos en las caderas y miró fríamente a Marco–. Sé lo que hacías en esa escuela de gladiadores y sé que tienes el favor del amo, pero no pienses que eso te hace especial. No eres mejor que los demás esclavos. Aquí el administrador soy yo. Respondes ante mí. Y si haces que me enfade, te arrepentirás. Te trataré exactamente igual que a los mozos de cocina. ¿Está claro?

–Sí, señor.

Flaco se apuntó al pecho con un dedo.

–Bien. El amo se dirige al Senado. Ha dado instrucciones para que te unas a su séquito. Coge una capa del baúl de ropa vieja y espéralo en la entrada principal. Venga, ¿qué estás esperando, niño? ¡En marcha!

Capítulo III

Marco permanecía con una partida de otros esclavos y sirvientes en el zaguán esperando a que apareciese su amo. La capa que había escogido, entre las amontonadas en el baúl de ropa vieja de la cocina, era la menos fétida que había podido encontrar. Aun así, apestaba a sudor y puso mucho cuidado en retirar bien hacia atrás la capucha, tras decidir que sólo se la pondría si tenía que hacerlo. Los otros hombres vestían una mezcla de túnicas y capas que indicaban su estatus. Los esclavos vestían de manera tan tosca como Marco, mientras que Festo, que era liberto, vestía una limpia túnica roja y una capa marrón, igual que los hombres que había contratado para trabajar como guardaespaldas personales de César. Marco percibió sus duras expresiones, sus adustos rostros y sus musculosos brazos, y supuso que debían de ser gladiadores o antiguos legionarios, como su padre.

«Pero no era mi padre», se recordó Marco, y apartó de su mente los recuerdos de Tito junto con el pesar de su corazón. Tenía que ser fuerte. No debía sucumbir a sus sentimientos. No podía ser blando si quería salvar a su madre. Ahora sólo importaba la implacable instrucción que había recibido en la escuela de gladiadores de Porcino.

–Ven, chico, toma esto.

Al levantar la vista, Marco vio que Festo le tendía una gruesa estaca. El palo estaba afilado en su parte más pesada y unas tiras de cuero cubrían el mango para darle un asidero firme. Marco agarró la porra y la balanceó; apreció que estaba bien equilibrada y sería un arma útil. Festo lo miró con gesto de aprobación.

–Me alegra ver que estás familiarizado con las herramientas de la profesión.

Marco miró a su alrededor y se dio cuenta de que los demás hombres o bien habían colgado sus porras de sus cinturones, o bien las llevaban empuñadas por su extremo más grueso, como si fueran bastones para caminar. Se volvió hacia Festo.

–¿Por qué no llevan espadas?

Festo enarcó las cejas.

–Ah, ya. Acabas de llegar a Roma. Verás, muchacho, la ley dice que nadie tiene permiso para llevar una espada dentro de los límites de la ciudad. Nadie presta mucha atención a eso, pero no está bien visto que nadie incumpla la ley en público. Por eso llevamos porras, y alguna otra cosa también. ¿Habías usado una porra antes?

–En la instrucción –dijo Marco–. El primer mes, antes de que nos permitieran usar armas de verdad.

–Esto es un arma de verdad –gruñó Festo, mientras blandía su propia porra–. Casi tan buena como cualquier espada cuando hay que luchar. Y no tan engorrosa. Lo último que quieren César y los otros prohombres de Roma es que la sangre corra por las calles. Eso sí, si le abres la cabeza a un hombre con una porra, es igualmente un engorro. –Se calló y miró a Marco con los ojos entornados–. Una última cosa. Cuando hables conmigo, dirígete a mí como «señor». ¿Entendido?

–Sí…, señor.

–Así está mejor. Ocúpate de agarrar esa porra como si fuera un bastón y mantenla de esa manera a menos que te dé la orden de lanzarte contra alguien. ¿Entendido?

Marco asintió y Festo le dio una palmadita en el hombro.

–Así me gusta.

–¡Viene el amo! –gritó alguien.