Matias Loewy
Inmortalidad
Promesas, fantasías y realidades
de la eterna juventud

Introducción

Siempre hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años, y el “Old Parr” ciento sesenta y nueve, y sin embargo esa pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriéndole en las venas, no pudo vivir ni un día?

Bram Stoker, “Drácula”.

Pocos, o nadie, en la Argentina, habían presenciado tantos amaneceres. En una tarde fresca y soleada del invierno de 2015, cubierta por una frazada azul y un acolchado amarillo de flores rosadas, María Juana Martínez transgredió una vez más el ciclo normal del sueño y la vigilia. A veces pasaba tres días con sus noches sin dormir, reviviendo hechos del pasado o llamando a personas muertas, me contó su bisnieta, Yuli. “Pero ahora duerme cada vez más tiempo”, añadió. En esos períodos de letargo, en esos sueños eternos, la hija de María Juana, Cecilia, de 85, le abría la boca con suavidad y le ofrecía sopa o licuado de banana. Las dos me juraron que a la anciana le encantaba recibir visitas. Entonces me acerqué a la cama blanca de hierro, la tomé del brazo y le dije que me alegraba de que estuviera bien, que ojalá viviera mucho más tiempo. Agradeció, con los ojos entrecerrados. Balbuceó que tenía sed: se incorporó, sostuvo una taza verde de agua con ambas manos y bebió unos sorbos. Y luego se recostó de nuevo sobre la almohada.

Vista Alegre es un barrio humilde de Bernardo de Irigoyen: una población serrana misionera que tiene frontera seca con Brasil y que representa el punto más oriental de la Argentina, a 330 kilómetros de Posadas y 1.300 kilómetros de Buenos Aires. Resulta curioso que, en esa localidad extrema, la primera del país en la que nace el sol cada mañana, haya brotado un caso de longevidad extrema. El DNI de María Juana consigna que había nacido el 7 de mayo de 1898 en Paraje Campiñas, Misiones, a ocho kilómetros de Irigoyen. En realidad, vino al mundo del lado brasileño, dijo Yuli, pero la fecha de nacimiento es correcta. Por lo tanto, cuando falleció pocos meses más tarde, el domingo 20 de diciembre de ese año, tenía 117 años cumplidos y era, según afirmaban los diarios, la persona más anciana del país.[1] O tal vez del mundo, si se considera que, al momento de su deceso, la mayor supercentenaria verificada por el Gerontology Research Group era la estadounidense Susannah Mushatt Jones, con poco más de 116 años.

Era tentador considerar a María Juana como un testigo vivo de otra época. Una especie de puente con una historia que sólo aparecía impresa en los libros o en películas mudas. Cuando ella nació, Argentina tenía 14 provincias y menos de cinco millones de habitantes. Julio Argentino Roca se aprestaba a iniciar su segundo mandato como presidente. Los hermanos Wright no habían logrado despegar el primer aeroplano. Henry Ford bosquejaba sus primeros autos, pero todavía no había creado su empresa. Boca y River no habían sido fundados. La fragata Sarmiento no había hecho su viaje inaugural. El Canal de Panamá no se había abierto. Albert Einstein era un joven inquieto que empezaba a estudiar física en Zurich. Alexander Fleming, el futuro descubridor de la penicilina, no había terminado el secundario en Londres. Y Juan Domingo Perón daba sus primeros pasos, no en la política, sino en la vida: tenía dos años.

Pero el mundo de María Juana siempre había estado lejos del fútbol, de la política, de las empresas de autos, de los aviones, de las teorías físicas y de los medicamentos modernos. Su papá, Francisco Romualdo Martínez, fue un sobreviviente de la revolución federalista en Río Grande del Sur, una guerra civil entre los rebeldes autonomistas o “maragatos” y los leales al gobierno de la nueva república de Brasil, bautizados “pica-paus” (pájaros carpinteros). Ella nunca olvidó los nombres de las facciones. Los combates se prolongaron entre 1893 y 1895. La sangre corría generosa: muchos prisioneros de uno y otro bando, miserables, hambrientos y desarrapados, fueron castrados y degollados en una escalada de venganzas recíprocas que terminó con 10.000 muertos.

En su libro “El continente”, de 1949, el escritor brasileño Érico Veríssimo reconstruyó la impiadosa crueldad de esa guerra. Pero también es posible imaginar a don Francisco, el guerrero que vivió para contarla, acariciando a la pequeña María Juana y a sus otros hijos con las mismas manos con las que se había visto obligado a matar. Reconstruyendo su vida del soldado que deja las armas en un país devastado. No tenía trabajo ni dinero. Junto a su familia, decidió cruzar la frontera para rehacer su vida en la Argentina.

Todos los Martínez, grandes y chicos, salieron entonces a conquistar el monte. La nena no pudo ir a la escuela, pero aprendió a ensartar peces con lanza. A machetear. A carpir la tierra para la chacra. A correr carreras a caballo. A cazar pecaríes y carpinchos con la escopeta. Tanto cazó, que terminó casada. Su esposo se llamaba Graciliano Dos Santos, quien luego ganaría fama local como “médico de hierbas medicinales” y también se dedicó a la herrería y a su chacra. Ella también trabajó como partera, una de las primeras de la zona. Tuvo seis hijas y dos varones. Sobreviven cuatro mujeres: también son ancianas, pero no tanto. Además, tuvo 50 nietos, 95 bisnietos, 10 tataranietos y 75 sobrinos. Graciliano, su gran amor, había fallecido cuatro décadas atrás.

En Irigoyen, en la entrada de la casa verde de madera, conversé con Yuli. Tenía 26 años, el pelo corto, los ojos celestes, una risa franca que a veces no conseguía domar, un equipo de gimnasia de la Selección y una gorra negra. Estuvo casada y vivió en Brasil. Practicaba artes marciales. Fue camionera y recorrió el país, pero entonces no quería moverse de Irigoyen para cuidar a su abuela, Cecilia, a quien llamaba mamá, y a su bisabuela, María Juana, a quien le decía abuela. “¿Pensás que sufre?”, le pregunté. “No, ella no”, respondió. “Pero sí un poco quienes la cuidan”. Antes de los 114 años, la “abuela” conservaba cierto grado de movilidad y podía, por ejemplo, sentarse un rato en el sofá o ir sin ayuda al baño.

Si no fuera por sus crecientes lapsos de desconexión cognitiva, o sus dificultades para ver u oír, podría decirse que María Juana presentaba, para su edad, una salud de hierro. No tenía colesterol alto, diabetes ni hipertensión. Nunca tomó remedios, a lo sumo vitaminas y algunos tés de hierbas medicinales: marcela para el dolor de panza, verbena para digestiones lentas, congorosa para los riñones. Y eso que sus hábitos no fueron los que hubiera esperado un explorador de su fórmula de la longevidad. Su plato favorito era el tocino ahumado con frijoles o feijao. Hasta los 85 o 90 años, fumaba cigarro de hoja y tomaba cachaza, la caña brasileña, todos los días. ¿Ejercicio? Ni soñarlo. “Ella decía que el deporte es el trabajo”, reía Yuli.

Nadie pudo preguntarle a María Juana sobre las señales de senectud que fue percibiendo a lo largo de su vida. Aparentaban ser retratos de otro tiempo. Cuando cumplió 70, los Beatles seguían grabando discos. A los 100, todavía gobernaba Carlos Menem. “Parece que la muerte se olvidó de mí”, empezó a decirles a sus familiares y amigos.

Los que prestaron atención fueron los periodistas. Y los políticos. El 17 de septiembre de 2010, el cronista Alejandro Miravet la presentó en el Canal 12 de Misiones como “la mujer más longeva de Argentina”. El video está colgado en YouTube y registra 53.000 visitas. Las tomas muestran a María Juana reclinada en la cama, tomando agua de una taza, como la tarde en que la visité. También a su hija, Cecilia. Yuli, con el pelo más largo, cuenta al micrófono que su bisabuela “está bien, tranquila”, aunque la casa, ubicada en un asentamiento sobre terrenos fiscales, “es un poco precaria”. No lo aclara entonces, pero juntan agua potable de la lluvia. En lugar de baño, usan una letrina exterior a 20 metros. La hendija más chica tiene cinco centímetros.

Sin embargo, con la fama de los años, la situación empezó a mejorar. El intendente local les instaló un pequeño tanque de agua. En 2011 llegó la luz eléctrica. En 2012, el instituto provincial de vivienda le construyó una casa, humilde pero coqueta y equipada, a pocos metros de la antigua. Y en 2013, la declararon “ciudadana ilustre” de la Provincia de Misiones. “Se trata de una persona que ha conquistado el tiempo y el espacio, y ha movido la rueda del saber que nos permite apenas descubrir las leyes de la naturaleza y que no acepta otras reglas más que el respeto”, la ensalzó el proyecto, en un alarde poético. El vicegobernador le ofrendó un mural. Colgaron un pasacalle frente a su puerta. En 2014, cuando cumplió 115, los diarios publicaron que, para festejar, comió lechón asado, chocolate, torta, helado y mamón en almíbar. “Tiene una lucidez a toda prueba”, exageró Clarín.

Para sus vecinos y parientes, los 117 años de María Juana eran una dádiva de Dios. Un misterio inescrutable. Un motivo de orgullo. También, un desafío a nuestra necesidad de comprender y encontrar relaciones de causa y efecto. Un interrogante para la ciencia y los modelos de atención de la vejez. Yuli, la bisnieta, no cree que haya habido antecedentes familiares de longevidad elevada, ni que sus hábitos de vida hayan sido un modelo. ¿El clima u otras características de Irigoyen podrían haber jugado un papel? Es poco probable. Otra vecina, Dorbalina, declara tener 107 años. Pero son excepciones. El dueño de una emisora local de radio, Epifanio Galeano (75), meneó la cabeza. “Este es un pueblo como cualquier otro”, me dijo. “Es difícil llegar a 100”. Una tumba guarda ahora el secreto de María Juana, si es que existe.

A diferencia de María Juana, desde hace más de una década sé que tengo el colesterol alto, una condición de naturaleza hereditaria. Pero, hasta ahora, mis médicos se habían mostrado reacios a tratarlo. No tengo otros factores de riesgo significativos. Mantengo casi el mismo peso que tenía a los 20. Sigo una alimentación equilibrada, con muchas frutas y verduras. Troto entre 5 y 10 kilómetros día por medio. Nado una vez por semana. Nunca fumé. Trabajo en lo que me gusta. “Te tendría que dar una medicación que vas tener que tomar durante 40 o 50 años… yo me resisto un poco a eso”, me dijo uno de los clínicos, antes de indicarme otra dieta “para el colesterol” destinada al fracaso.

Sin embargo, una semana atrás, un cardiólogo a quien consulté adoptó un enfoque diferente. Asumió que mis niveles de colesterol no van a cambiar con intervenciones “naturales”, pero me propuso explorar, mediante un test, la respuesta de mis arterias a ese designio genético. En otras palabras: quería saber si ese factor de riesgo, “colesterol alto”, un concepto que los epidemiólogos definen en términos poblacionales, había dejado una huella concreta en mi propio cuerpo. “Lo que quiero saber es si tus arterias son las de una persona diez años más joven, si son acordes a tu edad, o son diez años más viejas”, me explicó. En función de los resultados, agregó, discutiríamos las implicancias preventivas y la conveniencia, o no, de medicamentos específicos.

No hice todavía el estudio (¡espero que mis arterias hayan festejado menos cumpleaños que yo!), pero la lógica del razonamiento me resultó atractiva. De hecho, los científicos saben desde hace tiempo que todos los órganos tienen su propio patrón de declinación y pueden ser más o menos vulnerables en cada persona. Después de los 30, la función de los pulmones empieza a caer un 1% anual. El pico de la densidad mineral de los huesos se alcanza entre los 18 y los 20, pero en las décadas siguientes se vuelven más frágiles, especialmente, en las mujeres después de la menopausia. Los músculos empiezan a perder fuerza, y los ojos, rango visual, a partir de los 40. La aptitud de los riñones para filtrar la sangre presenta signos incipientes de deterioro alrededor de los 50. A los 65, suelen manifestarse las afecciones del corazón. El cerebro resiste bastante bien los embates del tiempo, incluso crecen las conexiones neuronales, aunque después de los 70 se aceleran sus cambios relacionados con la edad.

Por otro lado, tomando en cuenta las sumas y restas derivadas de la condición de cada órgano, la herencia y nuestro estilo de vida, entre otras variables, no necesariamente nuestra edad biológica coincide con la que indica el DNI. Un médico estadounidense, Michael Roizen, dedujo y patentó el concepto de “edad real” (RealAge): una estimación de nuestro estado fisiológico que permite compararnos con el resto de la población. Si una persona tiene una edad cronológica de 50 y una edad “real” de 45, explica Roizen, significa que tiene el perfil de salud promedio de los de 45. En cambio, si su edad “real” es 55, implica que el cuerpo tiene los signos de deterioro de alguien cinco años mayor.[2] El valor, por supuesto, es aproximado, y se determina mediante una encuesta. Pero representa un indicador más o menos sólido de nuestro ritmo de envejecimiento.

No existe, por ahora, otra manera de objetivarlo. Luis Quesada Allué, un entomólogo que hizo su tesis doctoral bajo la dirección del Nobel de Química Luis Federico Leloir, pudo determinar en 2012 un “índice de senescencia” en diminutas moscas de la fruta midiendo la fluctuación de distintas grasas que integran las membranas celulares y los lípidos de reserva. “Les pudimos poner [a las moscas] una etiqueta”, me cuenta en su laboratorio del Instituto Leloir de Buenos Aires. “Pueden tener los días de vida que tengan, pero la edad fisiológica de cada una, determinada mediante este análisis, puede ser mayor o menor”. Algunos individuos tendrán mejor “estado funcional” que pares de su misma edad, y otros, peor. Los resultados son tan robustos que permiten predecir, con buen margen de confianza, cuál de los insectos disfrutará de mayor longevidad.

Un estudio similar sería muy difícil de realizar en humanos, apunta Quesada, porque habría que realizar biopsias de distintos órganos… ¡incluyendo el cerebro! Pero el hallazgo aporta una evidencia más de que el envejecimiento no es un fenómeno metafísico abstruso, sino un proceso de base biológica que se puede medir a escala molecular y sobre el cual se puede eventualmente interferir.

El ataque final contra el proceso que nos lleva a la vejez sigue la dinámica de los grandes avances de las ciencias biomédicas durante el último siglo. En la antigüedad, el origen de las enfermedades era desconocido. O se las atribuía a castigos divinos, al desequilibrio de los humores, al efecto de emanaciones pútridas o a diversos “excesos”. No fue, quizás, hasta la formulación de la teoría microbiana de Pasteur, a fines del siglo XIX, que se profundizó la búsqueda de explicaciones naturales, consistentes y contrastable para todas las aflicciones. Detrás de toda patología, se llegó a interpretar, existe un mecanismo que la desencadena o propicia. Y esa es la base de los esfuerzos modernos racionales para investigar y encontrar nuevos fármacos: reconocer los engranajes defectuosos del organismo y luego buscar sustancias o intervenciones que los corrijan o compensen.

Al envejecimiento, según parece, le está llegando esa hora. Después de muchos años de ser considerado un territorio marginal dominado por charlatanes, embusteros, aventureros y médicos ubicados en los márgenes de la ortodoxia, su estudio y prevención se está transformando en una especialidad científica reconocida. El número de trabajos que abordan el tema en publicaciones académicas reconocidas se triplicó en dos décadas: creció de 7.000 en 1995 a 12.000 en 2005 y 21.000 en 2015.

No sólo eso: la lucha contra las huellas del tiempo también está acortando la brecha entre la utopía y la condición de proyecto “audaz pero realizable”. El Palo Alto Longevity Prize, dotado de un millón de dólares, ofrece desde 2014 premiar a quien demuestre revertir el proceso de senescencia en modelos animales (y ya hay varios anotados en la carrera). Empresas como Google y científicos como Craig Venter, uno de los “padres” del proyecto genoma humano, fundaron recientemente sus propias compañías biotecnológicas destinadas a predecir y frenar la declinación física, tratar las enfermedades de la vejez y ¿por qué no? alargar la existencia y hasta “curar” la muerte. Un gigante de la industria farmacéutica, Novartis, acaba de anunciar su “compromiso” con la investigación del envejecimiento y la búsqueda de drogas orientadas a esa indicación. Y la FDA, el organismo que regula los medicamentos en Estados Unidos, recibió la solicitud del primer ensayo clínico específico con una medicación que permitiría retrasar la hora del final.

Buscar alargar la longevidad, sostienen los impulsores, no es un intento egoísta, caprichoso o irresponsable por perpetuarse: representa la mejor inversión concebible para mejorar la calidad de vida de los adultos mayores y la gestión de los recursos de salud. En lugar de concentrarse en la prevención aislada de enfermedades, explican, lo que hay que hacer es prevenir el envejecimiento. Desde esa perspectiva, el cáncer, el Parkinson, el Alzheimer, los infartos, los ataques cerebrales, la artrosis y el resto de las patologías cuya frecuencia relativa aumenta con la edad, son como las neumonías y otras afecciones que se aprovechan de las defensas bajas de los pacientes con sida: dolencias “oportunistas” del declive progresivo de las funciones bioquímicas y metabólicas de las células y tejidos de nuestro organismo, incluyendo su pérdida de capacidad regenerativa. Y así como en el sida se intenta actuar contra el virus, ¿por qué no intentar controlar el proceso que está en la raíz de muchas de las enfermedades que afligen a los longevos y que en definitiva los termina llevando a la muerte?

En una charla TED, el gerontólogo británico Aubrey de Gray, uno de los más optimistas respecto a las posibilidades técnicas de una prolongación radical de la vida, desafió a la audiencia: ¿alguien piensa que la malaria es buena? Nadie. ¿Por qué? Porque es una enfermedad potencialmente letal. “Bueno”, siguió De Gray, “el envejecimiento es peor que la malaria porque mata mucha más gente”. Ese es el mensaje. El nuevo espíritu de resistencia. La senectud no es un devenir ineluctable de la existencia al que hay que resignarse, sino, simplemente, el mayor factor de riesgo de mortalidad. Un enemigo con quien tenemos derecho a animarnos a dar batalla.

Cuando preparaba este libro, me impresionó comprobar de qué manera los medios de comunicación fueron redoblando sus apuestas respecto a las chances de incrementar nuestra expectativa de vida. Una meta clásica siempre fue llegar a los 100 años, y de hecho recuerdo haber escrito varias notas con esa referencia. Pero esa aspiración ya empieza a quedarse corta. En marzo de 2013, National Geographic publicó en portada el rostro de un bebé y anunció que “cumplirá 120 años”. En febrero de 2015, TIME repitió el diseño, pero, esta vez, el título fue: “Este bebé podría vivir para tener 142 años”. ¿Quién da más?

En realidad, algunos pronósticos son incluso más audaces. En una mesa de saldos, encontré por azar una revista argentina de divulgación científica de comienzos de la década del ‘90, “Enciclopedia Popular”, con cierta tendencia a la hipérbole. La nota de tapa de su número 10 prometía lo siguiente: “El hombre podrá vencer a la muerte”. ¡Vaya anuncio! Sin embargo, en letra más chica, se aclaraba: “Será el objetivo de los científicos del Proyecto Fausto”, una supuesta coalición de 10.000 investigadores de Europa, Estados Unidos y Japón. “Es muy posible que la manipulación genética logrará la inmortalidad”, vaticinaba el artículo.

Era una trampa de los editores. Un recurso ganchero para captar la atención de los lectores. Pero dos décadas más tarde, otras publicaciones más prestigiosas insisten en el punto. En febrero de 2011, TIME anticipó en la portada que 2045 iba a ser el año en que el hombre se volvería inmortal. En mayo de 2015, la tapa de NEWSWEEK abordó las iniciativas de Silicon Valley para lograr la vida eterna. Junto a la ilustración de una calavera que sonríe con anteojos de sol modernos, el título es “Never Say Die”: “nunca digas morir”. Claro. ¿A quién se le ocurre?

Los caminos “serios” para la inmortalidad son, en algunos casos, dignos de la ciencia ficción. Implican fusiones del humano con las máquinas, o mentes que se transfieren a cuerpos artificiales u hologramas.[3] Para Ray Kurzeil, un inventor, científico y futurista que vaticina para la próxima década “porciones de nosotros mismos” fuera del cuerpo biológico, “la naturaleza del ser humano es trascender nuestras limitaciones”.[4] O como resume un científico de la película “Inmortal”, de 2015, el objetivo es liberar cerebros activos para que cristalicen su potencial fuera de la “cárcel” de sus cuerpos debilitados.

Pero, en otros casos, los pronósticos son apenas la consecuencia o la proyección de los avances exponenciales que se realizan en la comprensión de los mecanismos celulares y moleculares de la senescencia. Los expertos más conservadores y “políticamente correctos” en este campo apuestan informalmente a prolongar la duración de la vida dos o tres años, pero sin los achaques clásicos de la vejez. Los más exaltados, en cambio, imaginan un futuro donde múltiples intervenciones vayan “desconectando” los distintos circuitos genéticos y bioquímicos del envejecimiento, o reparando los sucesivos daños que provoca en órganos y tejidos, manteniéndonos jóvenes para siempre (o, al menos, durante cientos o miles de años).

Si Marx dijo que Dios no era una hipótesis necesaria, lo mismo podría empezar a decirse de la senescencia. A lo largo del libro, intento reconstruir el contexto histórico, cultural y científico del derrotero que nos condujo a esta instancia de la batalla humana por la longevidad, con énfasis no sólo en las ideas sino también en los protagonistas.

Muchas personas tienden a ser reacias frente a la perspectiva de una extensión radical de la vida y la “cura” del envejecimiento y hasta de la muerte biológica. Umberto Veronesi, un médico, político y humanista italiano que supera los 90 años, lo plantea de esta forma: “Veo la muerte como una especie de deber social, evolutivo y civil. Morir es necesario para que la especie siga adelante y los recursos del planeta se distribuyan a las generaciones sucesivas. Existe un evidente problema de espacio y superpoblación, y el envejecimiento excesivo de la población no es, con certeza, un factor positivo. Los ciclos vitales deben tener un fin. Es en el recambio donde se genera el progresa. Y el progreso es evolución”.[5] Sin embargo, en el capítulo 1, trato de presentar distintos escenarios sociales que podrían sobrevenir y cito a científicos y futuristas que atenúan algunas de las predicciones más apocalípticas.

La persona con mayor duración documentada de la vida es la francesa Jeanne Calment, quien tenía 122 años cuando murió en 1997. María Juana estuvo a poco de alcanzarla. Pero en el capítulo 2, evoco a otros personajes a quienes se les han atribuido edades incluso más avanzadas, desde el patriarca bíblico Matusalén hasta una esclava de Alta Gracia, Córdoba. Aunque faltan detalles sobre sus vidas y sobran interrogantes sobre la edad real que habrían alcanzado, sus historias testimonian la fascinación, las incertidumbres y la credulidad respecto de los límites posibles de nuestra propia existencia.

En el capítulo 3, describo una decena de lugares cuyos habitantes, según se promociona, tienen muchas más chances de alcanzar una vejez prolongada y vigorosa. Aunque los “paraísos de la longevidad” ya se mencionan en textos clásicos de la antigüedad, la cultura de masas, motivaciones políticas y la industria del turismo impulsaron este fenómeno y popularizaron nuevos enclaves de añosos durante el último siglo. ¿Realidad? ¿Fantasía? Los científicos intentan separar la paja del trigo, aunque existen algunos factores comunes que inspiran, al menos, algunas lecciones sobre cómo debería ser una sociedad que favorece el envejecimiento saludable.

En el capítulo 4, reconstruyo la tragedia del pino más viejo del mundo, truncado por la imprudencia o la desventura de un geógrafo. Y repaso luego los esfuerzos de pensadores y científicos que, de Aristóteles en adelante, buscaron interpretar la diferente expectativa de vida de los seres humanos en comparación con la del resto de los animales y los vegetales. Ese tipo de análisis propició la formulación de cientos de teorías científicas sobre el proceso de envejecimiento, tanto desde un punto de vista molecular y fisiológico como evolutivo. Emerge, como se verá, una idea inquietante: la naturaleza podría aplicar con nosotros y el resto de las especies el mismo concepto de “obsolescencia programada” que la industria pergeña para los autos, computadoras, lamparitas y otros bienes de consumo que no están destinados a perdurar para siempre. Pero eso no significa que tengamos que quedarnos con los brazos cruzados.

En el capítulo 5, me concentro en distintos protagonistas de la guerra contra el envejecimiento. Desde Francis Bacon, quien juzgaba concebible que el calor de jóvenes vírgenes pudiera recuperar la vitalidad juvenil, hasta el sexólogo taoísta Jolan Chang, quien predicó el control de la eyaculación. Como escribió a fines de la década del ‘30 el médico soviético Alexander Bogomoletz (1881-1946), “se cuentan por miles los proyectos, planes y utopías que ha forjado el hombre para ese fin, todos ellos hijos del ambiente de cada época”. Si sólo el 1% hubiera funcionado…

Bogomoletz había investigado y desarrollado su propia fórmula: un “suero citotóxico” que estimulaba al tejido conjuntivo y tenía la capacidad de “conservar todos los años muchos centenares de miles de vidas humanas”.[6] Pero no resultó ser tan eficaz con la suya: falleció a los 65 años, bastante menos de los 150 a los que aspiraba. En el mismo capítulo, entonces, recuerdo los infortunios de otros expertos en longevidad que no tuvieron la oportunidad de disfrutarla y me explayo sobre los métodos y las trayectorias de varios famosos gurúes “anti-age” del siglo XX, incluyendo al cirujano ruso que trasplantaba testículos de chimpancé, al fundador de la clínica suiza La Prairie y a la famosa doctora rumana Ana Aslan. En algunos casos, describo la repercusión de esas escuelas en la Argentina. El profesor de marketing Gad Saad ha señalado que los distintos “mercaderes de la esperanza”, como los llamó, son tan exitosos porque apelan a nuestras inseguridades más básicas: la religión nos garantiza la inmortalidad; los charlatanes médicos, la cura de nuestras aflicciones; los gurúes de la autoayuda, prescripciones para cada uno de los desafíos de la vida.[7] El discurso de nuestros profetas de la longevidad parece conjugar, en mayor o menor medida, varias de esas promesas.

Finalmente, en el capítulo 6, abordo cinco enfoques concretos que muchos consideran, hoy, los más promisorios para hacer frente a las causas o consecuencias de la senescencia. Por ahora han probado ser más efectivos en modelos animales que en seres humanos y algunos no tuvieron los resultados que se esperaban al comienzo, pero, ¿quién sabe?, tal vez sea sólo cuestión de tiempo. De hecho, existen científicos y audaces tan optimistas que decidieron ponerlos a prueba en sus propios cuerpos. La lista incluye una dieta estricta baja en calorías, el uso de un medicamento que hoy se indica para prevenir el rechazo en los trasplantes y una especie de “vacuna” de la longevidad. Todos tienen sus mecanismos lógicos y sus interrogantes. Sus adalides y sus detractores. Sus evidencias experimentales y sus promesas más o menos lejanas. El que espera no se desilusiona.