Primer tranco. De entrada, el elogio obligado (y justo) al sindicalismo

Desde la legalización de los sindicatos en España (1977) hasta el estallido de esta gran crisis se ha producido el ciclo de conquistas sociales más importante en la historia de nuestro país, tanto por su amplitud como por su importancia en la condición de vida del conjunto asalariado. Lo digo, sobre todo, porque nobleza obliga. Este «ciclo largo» ha trenzado un notable elenco de bienes democráticos; de un lado, en el terreno más directo e histórico del sindicalismo, como es la negociación colectiva (también para los funcionarios públicos) y el reconocimiento del sindicato en el centro de trabajo; de otro lado, en el terreno novísimo del Estado del bienestar: sanidad y educación, protección social y derechos sociales dentro y fuera del ecocentro de trabajo.

Por lo general, una gran parte de estas cuestiones pertenecían exclusivamente al campo de intervención de los partidos políticos, concretamente los de izquierdas. Los sindicatos deben preocuparse (decían enfáticamente los partidos, incluidos los de izquierdas) solo de los salarios y la reducción de la jornada laboral. Ese no fue el camino que siguió el moderno movimiento sindical español, que nunca aceptó esta artificiosa división de funciones. De modo que en el abandono de esa ropa vieja (la supeditación del sindicato a unos u otros partidos) está una de las claves más brillantes y eficaces de ese almacén de bienes que se han conseguido durante el «ciclo largo».

En el epistolario de Bruno Trentin se encontró una carta que este dirigió a Palmiro Togliatti, el poderoso primer dirigente del Partido Comunista Italiano, el 2 de febrero de 1957. En ella el sindicalista responde a Togliatti, que había sentenciado en el Comité central que «no correspondía a los trabajadores tomar iniciativas para promover y dirigir el progreso técnico» y que «la función de propulsión en torno al progreso técnico se ejerce únicamente a través de la lucha por el aumento de los salarios». Trentin no está de acuerdo y le escribe a Togliatti: «Francamente, nosotros pensamos que la lucha por el control y una justa orientación de las inversiones en la empresa presupone en muchos casos una capacidad de iniciativa por parte de la clase obrera sobre los problemas relacionados con el progreso técnico y la organización del trabajo, intentando quitar al patrón la posibilidad de decidir unilateralmente sobre la entidad, las orientaciones, los tiempos de realización de las transformaciones tecnológicas y organizativas».3

Aclaremos: ese «ciclo largo» que referíamos más arriba ha tenido una tensión que ha hecho posible la acumulación de tantos bienes democráticos: la búsqueda de la personalidad independiente y autónoma del sindicalismo de todas las tutelas externas, de todos los intereses que desde fuera lo encorsetaban y, no sería exagerado decir, que lo constreñían. Estas conquistas se han dado en casi la mitad de tiempo de lo conseguido en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tengo para mí que, desde el propio sindicalismo confederal, no se ha valorado, durante el recorrido de dichas realizaciones, la acumulación de tantos bienes democráticos. Creo que hay dos explicaciones de la ausencia de dicha valoración. Una: se ha dado más importancia —rayana en la mitomanía de los conflictos— a las luchas que a las consecuencias positivas de esas luchas, es decir, no se ha visto la relación entre movilización y conquistas sociales, de ahí que el sindicalismo, en tanto que «sujeto reformador», como hemos dicho en otras ocasiones, haya quedado diluido. La segunda explicación está en la existencia de un alma en el sindicato que parece entender lo conseguido para los trabajadores en clave de «caridad» y no de conquistas sociales.

Las consecuencias, o al menos algunas de ellas, son: los trabajadores no han sido educados, desde las filas del sindicalismo, como los sujetos principales de tales conquistas y el propio sindicato todavía no ha sido lo suficientemente consciente de su capacidad de dirección y coordinación, de su personalidad como «sujeto reformador». Un botón de muestra: ¿en qué convenio colectivo se ha hecho la crónica de esa negociación, de su conflicto y la valoración de los resultados? Desde luego, lo que ha prevalecido oralmente es la épica de las luchas, pero no la conclusión de ese trayecto. En definitiva, no pocos trabajadores, en el mejor de los casos, no han visto con claridad la relación entre el protagonismo reformador del sindicato y la consecución de ese importante elenco de conquistas. Lo que tendría una conclusión evidente: los niveles de afiliación no guardan relación con la importancia de lo conseguido.


En este «ciclo largo» (1977-2008) se ha producido un giro copernicano en las relaciones intersindicales: pasada una primera etapa de gresca y mutuos sectarismos, se ha ido concretando una rica experiencia de unidad sindical de acción. Soy del parecer que aquí está la madre del cordero de lo alcanzado en el «ciclo largo». Vale la pena señalar que tan prologada fase de unidad de acción ha sido construida no de acuerdo con criterios ideológicos, sino con la práctica diaria, poniendo siempre en primer plano coincidencias y objetivos. Ni que decir tiene que la fuente de esta unidad ha sido el itinerario de los sindicatos en busca de su personalidad independiente. En todo caso, entiendo que se han llegado a unos niveles que se acercan a la construcción de un sindicato unitario. Alguien dijo que «la unidad sindical no es solamente un instrumento, sino un valor tan relevante como los objetivos que queremos alcanzar» y, desde luego, dio en el clavo.


Existe ya una densa literatura sindical sobre hasta qué punto las derechas políticas y económicas —con sus franquicias de toda laya— arremeten contra los sindicatos haciendo del conflicto social una cuestión de orden público, y de la huelga, un problema de código penal. Primera consideración: en todo nuestro largo recorrido nunca nos fueron fáciles las cosas; segunda, si fuéramos un sujeto cooptado, compadre acrítico de los cambios y transformaciones, nos jalearían, pero perderíamos el consenso del conjunto asalariado desde el ecocentro de trabajo.


Conviene llamar las cosas por su nombre: el «ciclo largo» de conquistas ya comentado se agotó con el estallido de la crisis del 2008. Digamos que la llamada reforma laboral del Partido Popular le dio el puntillazo. Hoy podemos hablar de las consecuencias concretas de ello. El profesor Antonio Baylos ha hablado de ello: «Remercantilización del trabajo, la vigorización del poder unilateral del empresario, la debilitación paralela de la acción sindical y la desresponsabilización del poder público en el cumplimiento de los estándares mínimos internacionales en materia de las relaciones de trabajo. Los efectos más llamativamente perjudiciales se centran en la devaluación salarial intensa, la expulsión a la franja de la pobreza a una amplia capa de trabajadores, el incremento siempre creciente de la precariedad como estado intermedio entre el desempleo y la informalidad y la permanencia de un desempleo de masa».

Tengo para mí que la salida gradual de esta situación pasa ineludiblemente por el repensamiento del sindicalismo. Es decir, no se sale de los efectos devastadores de la llamada reforma laboral con la forma sindicato de la actualidad. Se sale con la comprensión de la fase en la que estamos, la gran mutación. Y con los nuevos instrumentos que ella requiere. Solo así el sindicalismo —en tanto que sujeto reformador— expresará su alteridad constructiva de tipo propositivo, su utilidad y eficacia para el conjunto asalariado.

Segundo tranco. Los rasgos más relevantes del nuevo paradigma

Intentaré desarrollar someramente la gran mutación que se ha producido, que no ha hecho más que empezar, y el nuevo enfoque sindical que, en mi opinión, se requiere. Un enfoque radicalmente nuevo en torno al nuevo paradigma, la personalidad del sindicalismo confederal con relación a sus paredes maestras: la contractualidad y los instrumentos de la representación sindical. Son unos problemas que acucian al sindicalismo español y, por supuesto, con grados diversos al movimiento sindical europeo.


Siguiendo las investigaciones de Bruno Trentin, especialmente las de La ciudad del trabajo —todo un libro programa—, podemos convenir que el fordismo (no así el taylorismo) se está convirtiendo en pura herrumbre en los países desarrollados. El fordismo fue esencialmente un sistema de organización de la producción que, junto al taylorismo, logró imponer un tipo determinado de sociedad que ha recorrido todo el siglo XX. La caída de este sistema determina la desaparición —repetimos, en los países desarrollados— de una forma de trabajar, unas relaciones sociales y una nueva geografía del trabajo completamente distintas. Digamos que el fordismo es un sistema económico y social, aunque especialmente productivo, basado en la economía a gran escala, de grandes fábricas, cuyo núcleo duro es el taylorismo, la llamada organización científica del trabajo fragmentado, mecanizado y planificado desde «arriba», que con gran maestría representó Chaplin en Tiempos modernos.

La permanente revolución de las fuerzas productivas, basadas en las novísimas tecnologías de la información, en un mundo globalizado ha provocado un nuevo paradigma: un ecocentro de trabajo en constante mutación, donde lo nuevo queda obsoleto en menos que canta un gallo. Se trata, pues, de un proceso de innovación y reestructuración gigantesca de los aparatos productivos, de servicios y del conjunto de la economía. Este proceso, podemos decir —incluso con cierta indulgencia—, ha pillado con el pie cambiado a la izquierda social y al conjunto de la política. No solo en España, también en Europa. Hablando con recato, se diría que los sujetos sociales y políticos han estado distraídos.

En paralelo a este proceso irrumpe enérgicamente la globalización y la interdependencia de la economía. Sin embargo, en esta metamorfosis (la innovación-reestructuración en la globalización), el sindicalismo y la política de izquierdas mantienen su quehacer y «la forma de ser» como si nada hubiera cambiado. Cambio de paradigma, pues, excepto en los sujetos sociales y políticos, que siguen instalados en las nieves de antaño. Este desfase es, en parte, responsable de que (por lo menos en el sujeto social) se tarde en percibir que se estaba rompiendo unilateralmente —primero de manera lenta, después abruptamente— el compromiso fordista-keynesiano que caracterizó el «ciclo largo» de conquistas sociales, especialmente los derechos en el centro de trabajo y la construcción del Estado de bienestar. He repetido hasta la saciedad que el objetivo neoliberal era el siguiente: proceder a una «nueva acumulación capitalista» para sostener una fase de innovación-reestructuración en la globalización de largo recorrido al tiempo que se procede a una potente «relegitimación de la empresa», como ya dijera, hace años, un joven Antonio Baylos en Derecho del trabajo. Modelo para armar.4 De ahí las privatizaciones y la eliminación de controles; sobran, pues, en esa dirección, tanto la Carta de Niza (diciembre del 2000) como, en España, el conjunto de derechos conquistados durante el «ciclo largo». Este y no otro es el objetivo central de las diversas entregas de la llamada reforma laboral. Dramáticamente podemos decir: los intelectuales orgánicos de las diversas franquicias de la derecha aprovecharon el cambio de paradigma, mientras la izquierda estaba en duermevela o bien —como critica Alain Supiot— entendió que frente a la ruptura del pacto fordista-keynesiano solo cabían planteamientos paliativos, homeopáticos.

Vale la pena decir que el sindicalismo confederal español se opuso, y no retóricamente, con amplias movilizaciones de masas, tanto a los estragos de las reformas laborales como a la deforestación de lo público en terrenos tan sensibles como la sanidad y la enseñanza. Sin embargo, hemos de constatar un hecho bien visible: lamentablemente no ha salido victorioso, y ni siquiera esa partida ha acabado en tablas, aunque en determinas zonas haya conseguido frenar una parte de los estragos. Tras el parón del «ciclo largo» y la imposición de la reforma laboral, dentro y fuera del ecocentro de trabajo, la parábola del sindicalismo ya no es ascendente. Tres cuartos de lo mismo ha sucedido en Europa.

Surge, entonces, la siguiente pregunta: ¿por qué las movilizaciones sostenidas y ampliamente seguidas no consiguieron su objetivo? Como es natural, echarle la culpa a las derechas y sus franquicias, siendo verdad, no resuelve gran cosa. El problema de fondo está, a mi juicio, en qué responsabilidades propias tiene el sindicalismo confederal en toda esta historia. O, lo que es lo mismo: ¿qué verificación hace de sí mismo, eliminando las autocomplacencias y la autorreferencialidad? Intentaré decir la mía, aunque me cueste la antipatía de amigos, conocidos y saludados.

Si es evidente que existe una relación directa entre el interés del poder privado, empresarial y político, en aplicar autoritariamente los procesos de innovación-reestructuración en la globalización, es claro que dicho poder privado ha inscrito su estrategia —primero «guerra de posiciones», después «guerra de movimientos»— en el contexto realmente existente, esto es, la emergencia que ha sucedido al fordismo. Sin embargo, el sindicalismo ha dado esa batalla con el mismo proyecto y la misma organización de la época de hegemonía fordista. Así las cosas, el sindicalismo plantea una necesaria batalla, aunque esta —en su proyecto, contenidos y formas organizativas— se encuentra desubicada del paradigma realmente existente. Lo que, además, explicaría la pérdida de control sobre los horarios de trabajo y el conjunto del polinomio de las condiciones de trabajo. Concretando: las relaciones de fuerza para ganar se crean en la realidad efectiva; de ahí que, si se está en Babia, el resultado está cantado de antemano.