Portada: El valle asesino. Frank Westerman
Portadilla: El valle asesino. Frank Westerman

 

Edición en formato digital: abril de 2017

 

Título original: Stikvallei

En cubierta: ilustración de © Steve Estvanik / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© 2013 Frank Westerman.
Originally published with De Bezige Bij, Amsterdam

Maps © Bert Stamkot, Cartografisch Bureau Map, Amsterdam

© De la traducción, Goedele De Sterck

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17041-72-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

 

I
Destructores de mitos

 

II
Pregoneros de mitos

 

III
Hacedores de mitos

 

Fuentes y agradecimientos

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Prólogo

Corría la época de las grandes migraciones humanas. Los koms llegaron del este. Nadie sabe por qué un buen día abandonaron sus huertas plantadas de judías y cocoñames. ¿Fue porque los camelleros de Darfur raptaban a sus mujeres e hijos? ¿O acaso hubo una plaga de oncocercosis?

Fuera como fuese, los koms echaron a andar en paralelo al ecuador, rumbo al oeste, con las ollas y las cacerolas, las azadas y las reservas de mandioca y de maíz sobre la cabeza. Todas las mujeres y niñas llevaban un bebé atado a la espalda. A veces había que parar con motivo de un entierro o un nacimiento y entonces aprovechaban para descansar un rato. Cruzaron con mucho cuidado las aguas del río que delimitaba sus tierras, esquivando los hipopótamos en pleno baño.

Una vez en la orilla de enfrente, los koms se adentraron en el monte, uno tras otro, formando una larga fila. De pronto, el bosque se abrió, dando paso a una sabana montañosa, salpicada de asentamientos escondidos entre la hierba de elefante. El jefe de los koms, conocido como fon, enviaba de avanzadilla a sus exploradores, guerreros pertrechados con lanzas. Al menor ruido o peligro untaban las puntas de hierro de sus armas con veneno de cobra. Pero también llevaban consigo vino de palma. Cuando se encontraban con un pueblo pacífico (advertidos por el pausado redoble de los tambores que se oía desde lejos), paseaban sus calabazas, para alegría de todos.

En la llanura de Ndop, en medio de las rafias, los koms se toparon con los bamesis. El jefe bamesi les dispensó una efusiva bienvenida y los invitó a quedarse a vivir en su país. ¿Cuántas lunas habían pasado desde que se pusieran en marcha? Nadie se acordaba.

Esa misma noche, «la luna ocultó su rostro tras una hoja de plátano», un fenómeno que según los viejos calendarios remite al eclipse lunar total de 1735. Fue en aquel año cuando los koms debieron de asentarse en la llanura de Ndop. Aunque por entonces el corazón de África seguía intacto, los portugueses, los daneses y los holandeses ya se comían a mordiscos los confines del continente, como peces carnívoros. La caza de esclavos en la que un pueblo indígena perseguía a otro llegaba cada vez más lejos, tierra adentro.

¿Precisaban los bamesis de refuerzos? ¿Buscaban amparo en la superioridad numérica? Si esa fue la intención del jefe bamesi, aparentemente logró su propósito. Los koms se multiplicaron hasta acabar siendo muchos. Su fertilidad parecía no tener límite. Daba la impresión de que trataban de recuperar el tiempo perdido a fin de compensar la falta de nacimientos sufrida a lo largo de su periplo. Al cabo de diez o quince años de armonía, a los bamesis les entró miedo de que sus invitados pasaran a ser mayoría. Se sentían amenazados. La expansión numérica de los koms despertó la envidia de sus anfitriones, forzados a hacer una concesión tras otra. Al final, en un intento por frenar la explosión demográfica, el fon de los bamesis convocó al fon de los koms en su palacio. Sentado en su trono revestido con pieles de leopardo, propuso una medida drástica: cada jefe levantaría una casa comunal en la que reuniría a los varones de su tribu y, tan pronto como hubieran entrado todos, echaría el cerrojo y prendería fuego a la construcción.

Todos, desde los hombres más jóvenes hasta los más ancianos, se ofrecieron para echar una mano. Para el tejado utilizaron gigantescos paneles de tallos de bambú, atados con sisal en disposición cuadriculada y cubiertos de paja. El día de la inauguración, los varones se agolparon en la puerta y fueron entrando a empujones, sin sospechar lo que les esperaba allí dentro. Armados con antorchas, los fons incendiaron las casas, sacrificando a sus hijos por la supervivencia de la tribu. El fuego del sacrificio, triste pero necesario, no tardó en cobrar fuerza. Saltaban chispas por todas partes y, por encima del chisporroteo, se escuchaban los alaridos de los hombres.

Curiosamente, de la casa comunal de los bamesis no salía ni un solo grito, pese a que quedó reducida a cenizas, al igual que la de los koms. Resulta que los bamesis escaparon por una puerta trasera secreta.

Al descubrir el engaño, el fon de los koms se retiró furioso al bosque de rafias. Entonó una canción fúnebre tras otra mientras reflexionaba profundamente. En una de las visitas de su hermana Nandong, que era la única persona que acudía a verlo, reveló que iba a vengarse. Se ahorcaría, y nadie debería soltarlo de la cuerda ni darle sepultura.

—Un buen día veréis aparecer una pitón —dijo—. Seguidla. Descansad allí donde se pare a descansar la serpiente. Reptando, os llevaré al país donde vivirá mi pueblo.

El fon se colgó de la rama de un árbol. Al poco tiempo empezaron a caer gotas de sangre y hiel de sus pies. Los fluidos corporales formaron un charco, el charco se hizo laguna y la laguna, lago. Del cadáver emergieron unas larvas que, una vez saciadas, terminaban en el agua, donde sufrían una metamorfosis convirtiéndose en peces.

Los peces fueron descubiertos por un cazador bamesi que había salido a explorar las orillas del lago nuevo. Enseguida corrió a avisar al fon. El agua brillaba con especial intensidad, no tanto por la luz del sol como por el efervescente y fulgurante borboteo de aletas caudales. Después de que los consejeros de los bamesis calificaran la disposición anímica del lago de inofensiva, el fon anunció un día de pesca general. Todos los varones, jóvenes y ancianos, se reunieron en la orilla, cargados con canastas. A una señal del jefe se adentraron de un salto en el agua, que les llegaba a la cintura, y comenzaron a sacar peces sin parar. No eran conscientes de que había llegado la hora de la venganza. En medio del tumulto, el chapoteo y las voces de ánimo de los niños, el lago se levantó de su lecho, estalló en ráfagas de niebla y se esfumó por un agujero en la tierra, arrastrando a todos los pescadores bamesis.

Al rato salió una pitón de por entre los matorrales. Nandong y los suyos recogieron sus pertenencias y siguieron a la serpiente negra y amarilla. El segundo éxodo duró menos tiempo que el primero. Transcurridas dos lunas, el diezmado pueblo de los koms alcanzó los soberbios pliegues de una cadena montañosa. Nada más llegar, Nandong vio cómo la pitón se metió en una guarida subterránea. En ese preciso lugar, su hijo Jinabo I mandó construir un palacio de adobe. Corría el año 1755.

La amurallada sede del fon —con sus templos, tribunales y harén— se eleva, inexpugnable, sobre el país de los koms: un puñado de valles verdes salpicados de lagos azules.

 

 

MUERTE MISTERIOSA DE UN MILLAR DE PERSONAS
EN UN VALLE AFRICANO

 

YAUNDÉ, 25 de agosto de 1986. Al menos 1.200 personas han perdido la vida en un valle remoto del oeste de Camerún por razones aún desconocidas.

La tragedia se produjo en la noche del 21 al 22 de agosto en el valle de Nyos, a unos trescientos kilómetros al noroeste de la capital, Yaundé.

Según parece, la mayoría de las víctimas murieron mientras dormían. No hay indicios de que las viviendas y los cultivos hayan sufrido daños. En cambio, se habla de la muerte de numerosas especies animales, incluyendo vacas, aves e insectos.

Radio Cameroun informa de que equipos de rescate con máscaras de gas y botellas de oxígeno tratan de llegar a la zona afectada.

Centenares de heridos han sido trasladados a un hospital en la ciudad de Wum. En palabras de uno de los médicos, los síntomas se manifiestan como «úlceras con forma de ampolla» y «signos de asfixia como por estrangulamiento».

En la noche del 21 de agosto se escuchó una explosión en un vasto perímetro alrededor del lugar del desastre. Testigos oculares relatan cómo el agua transparente del vecino lago Nyos se tiñó de rojo después de que las súbitas rachas de viento causaran unas olas enormes.

Hace dos años, el 15 de agosto de 1984, 37 personas murieron junto al lago Monoun, a cien kilómetros al sureste del lago Nyos, mientras trabajaban en el campo. A día de hoy, la causa de su muerte continúa sin esclarecer.

 

BBC, Reuters

 

 

I
Destructores de mitos