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Antología
Cuentos de amor, de locura y de muerte
Cuentos de la selva
Anaconda
Pasado de amor

Antología

Horacio Quiroga


Publicado: 1907
Table of Contents
Antología
Horacio Quiroga
Una historia inmoral
El desierto
El hijo
El hombre muerto
El espectro
Una noche de edén
Las rayas
El vampiro
Juan Darién

Una historia inmoral

-Les aseguro que la cosa es verdad, o por lo menos me la juraron. ¿Qué interés iba a tener en contarla? Es grave, sin duda; pero al lado de aquella chica de cuatro años que se clavó tranquilamente un cuchillo de cocina en el vientre, porque estaba cansada de vivir, el viejo de mi historia no vale nada.

-Eh, ¿qué? ¿Una criatura? -gritó la señora de Canning.

-¡Qué horror! -declamó Elena, volviéndose de golpe-. ¿Dónde fue, dónde?

El joven médico levantó la cabeza, nada sorprendido. Todos lo miramos, pues su presencia era más que específica tratándose de tales cosas.

-¿Usted cree, doctor? -titubeó la madre. El éxito de mi cuento dependía de lo que él dijera. Por ventura se encogió de hombros, con una leve sonrisa:

-¡Es tan natural! -dijo, condescendiendo con nosotros.

-¡Pero cuatro años! -insistió, dolida en el fondo de su alma, la gruesa señora-. ¡Ángel de Dios! ¡Y en el vientre, qué horror! Eh, Elena, ¿viste? ¡En el vientre!

-¡Sí, mamá, basta! -clamó aquella, achuchada, cruzándose el saco sobre el vientre, lleno ya de entrañable frío. Como era graciosa, quedó muy mona con su gesto de infantil defensa.

Tuve que contar enseguida qué era eso de la criatura. Efectivamente, el caso había pasado meses antes en el Salto Oriental. Se trataba de una criatura que vivía con su abuela en los alrededores.

La pequeña era inteligente y callada -demasiado para su edad. Ya la abuela había contado a los vecinos que no le gustaba el excesivo juicio de su nieta: «¡No tiene más que cuatro años! Preferiría tener que pegarle por alocada». Una mañana, mientras comían, la abuela se levantó a ver quién llamaba, y cuando volvió halló a su nieta de pie, apretándose las manos sobre el vientre. Enseguida vio en el suelo el cuchillo de cocina ensangrentado. Corrió desesperada, le apartó las manos y los intestinos cayeron. A las ocho del otro día vivía aún, pero no quería hablar. La noche anterior había respondido que estaba cansada de vivir; fue lo único que se pudo obtener de ella. No se había quejado un solo momento. Estaba perfectamente tranquila. No tenía fiebre ninguna. A las diez se volvió a la pared y poco después murió.

Esto fue lo que conté.

-Ya ven ustedes -concluí- que la historia es un poco más extraña que la del viejo. Siento no haber conocido a la chica esa. ¡Qué curiosa madera! Indudablemente si alguna vez hubo en el mundo una persona que creyó estar de más, esa es mi chiquilina. Se acabó.

-¡Sí, se acabó, ya lo vemos! -me reprendió la madre. Su tierno corazón estaba alterado-. Y pensar… Y ustedes, doctor, ¡cómo no ven ustedes esas cosas!

-¡Qué hacer!…

-¡Pero ustedes saben eso!

-¿Qué cosa?

Lo miró sorprendida, como si no se le hubiera ocurrido que podrían preguntarle qué era justa y concretamente lo que ella pensaba. Al fin extendió los dos brazos demostrativos:

-¡Pero eso, esa criatura!

-Sí, señora, sabemos eso, pero no podemos impedir que haya cuatro degenerados como esa personita. ¿Se acuerda usted de lo que le conté hoy en la mesa? Es lo mismo. Aquí indudablemente se trata de algo más, quién sabe qué herencia sobrecargada. Sobre todo esa insensibilidad al dolor… en fin, estamos llenos de estas cosas.

Nuestra respetable amiga siguió atentamente la vaga disquisición científica. No entendió una palabra, eso no tiene duda; pero su alma respetuosa de todo lo profundo comprendió a su modo, y se hubiera tirado al agua con los ojos cerrados en apoyo de lo que afirmaba el joven y estudioso sabio.

Nos callamos un momento. La noche estaba oscura, y sobre el agua invisible iba marchando el vapor Tritón, con el golpear sordo y precipitado de sus palas. El río picado hamacaba pesadamente al buque. De cuando en cuando, una ola corría desde proa a romperse en las aletas, con un chasquido silbante que estremecía a la borda en que estaba recostada Elena.

Ésta se volvió a mí:

-¿No sabe más?

-Nada más; apenas eso.

-¡Es bastante, ya lo creo! -ratificó la madre-. No es invento suyo, ¿verdad? Ah, no me acordaba de que el doctor dijo que eso pasa… Sí, sí, no dé las gracias, podría haberlo inventado. ¡Pobre criatura! Y sin embargo, ¡no sé qué! Sufro mucho, y me gusta oír. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? -se dirigió a éste-. ¡Pero no se deben poder oír, sus casos!

-¡No tanto! Algunos sí, bastantes. Pero no veo qué interés pueda tener eso. Para nosotros, todavía, porque estamos dentro de todo… Y aun así… -se llevó la mano a la barba y recostó la cabeza en el sillón, en su alta indiferencia mental por nosotros.

-¿Y usted señor? -se volvió la madre a Broqua.

Este Broqua formaba parte del grupo en que nos habíamos unido desde la noche anterior, por simples razones de mayor o menor cultura. Para la charla anecdótica y sentimental de todo viaje, no era menester un mutuo aprecio excesivo, y estábamos contentos.

Broqua era un muchacho de cara tosca, que hablaba muy poco. Como parecía carecer de galante malicia y de sentimiento artístico sobre los paisajes aclamados minuto a minuto, había despertado ya vaga idea de ridículo en madre e hija.

Esa noche antes de salir afuera, Elena había tocado el piano en el salón. Broqua, que estaba a su lado, no apartó un momento los ojos de las manos de Elena, indiscreción que la tenía muy nerviosa. Tocaba con gusto, pero la insistencia de ese caballero, que muy bien podía ser un maestro, le pareció un poco grosera. Cuando concluyó la felicitamos efusivamente, pero no quiso continuar. No había quien lo hiciera.

-¿Y usted señor, no toca el piano? -se volvió a Broqua.

-No, señorita.

-¡Pero sabe música!…

-Tampoco, absolutamente nada.

Esta vez Elena lo miró con extrañeza bastante chocante.

-Como miraba tanto lo que yo hacía…

-No, admiraba la agilidad. Me parece muy difícil eso -respondió naturalmente.

Elena y la madre cruzaron una rápida mirada. El joven sabio, a su vez, lo miró sorprendido. De esa ingenuidad a la zoncera no había más que un paso, y el médico, en comienzo de flirt con Elena, cambió con madre e hija una sonrisa de festiva solidaridad sobre el sujeto. Elena hizo una escala corriendo el busto sobre las teclas y se levantó. Como no hacía frío fuimos a popa.

Al sentirse interpelado sobre las historias, Broqua respondió

-Sí, señora, sé una, pero es un poco fuerte.

Otra vez cruzó el terceto una fugitiva mirada entre sí. Elena, no obstante, al oír un poco fuerte, creyó deber ponerse enseguida seria.

-Muchas gracias, señor -respondió desdeñosamente la madre, volviendo apenas la cabeza a Broqua.

-No, se puede oír, solamente que el asunto no es común y asusta un poco.

-Veamos, señor: ¿se puede oír o no?

-Creo que sí, por lo menos una señora.

¿Qué curiosidad no se despierta? Apenas entablado el diálogo. Elena se había apresurado a charlar con el médico, como para establecer bien claro que ella no podía oír lo que tampoco debía.

-¡Elena!

-¿Mamá? -se volvió aquella, muy extrañada.

-Tráeme la peineta grande del neceser, a la izquierda. El viento me ha despeinado horriblemente. ¡No revuelvas, por Dios!

Posiblemente Elena tuvo deseos de hallar un poco tardía la necesidad de la peineta; pero al verse observada por la mirada curiosa de Broqua y de mí, se resignó a no oír aquello, virginalmente ajena al motivo de su destierro.

Broqua la siguió con los ojos. Cuando desapareció comenzó:

-La historia es corta y sobre todo rara. Tal vez…

-Que no sea de criaturas, señor -interrumpió la señora-, porque me aflijo mucho. No sé qué me da verlas sufrir así. No lo puedo remediar, siento una compasión que lloraría. A mi edad, ¿verdad… ? Y es así. La vez pasada oí contar que un hombre de la vía del tren-guardabarreras, no sé… -había dejado que el tren destrozara a su hija, que estaba jugando sobre la vía, para evitar una catástrofe. No tenía más que mover un poquito la barra de cambiar, ¡y el tren hubiera tomado otro camino, chocando con otro! ¡Dejar, matar a su propia hija, qué horror! Estuve dos días pensando en eso. ¡Qué abnegación, mi Dios! ¡No puedo, absolutamente no puedo! ¿El suyo es así?

-No señora, es muy distinto. En dos palabras: cuando yo era médico de una sociedad…

Hubiera sido imposible que siguiera. La señora abrió desmesuradamente los ojos

-¿Pero usted es médico, señor?

-Sí, señora.

-Pero no sabíamos -repuso, mirándonos al joven sicólogo y a mí en su apoyo.

-Es lo mismo -respondió Broqua, mirándola a su vez con una sonrisa que hubiera sido de la más ridícula ironía, si no fuera de la más indiferente naturalidad.

Su eminente colega le lanzó una fría y rápida mirada escudriñadora. Entonces intervine.

-Ahora cambia de aspecto, señora. Por arriesgado que sea el caso, tendrá forzosamente otro carácter por ser un médico quien lo cuenta y lo podría oír hasta una criatura. Usted sabe bien que en las grandes ciudades las señoras van a los institutos científicos a escuchar cosas que no oirían en otra parte, sin gritar. La ciencia, señora. Tal vez sería bueno el llamar a la señorita Elena… -agregué con la más hipócrita gravedad que pude, mirando hacia los corredores.

-No se incomode, señor -me cortó seca y dignamente-. Yo puedo oír porque soy vieja ya… ¡sí, señor, vieja! y desgraciadamente la experiencia nos hace ver cosas más crueles que las que podría contar el señor… el doctor. ¡Es cierto, vemos muchas cosas horribles, pero nos enseñan a compadecer a los desgraciados de esta vida y a tolerar tantas cosas!

Era, sin duda, un gran corazón la gruesa dama. Elena no volvía, lo que probaba su también vieja experiencia de esos destierros. Como, ya estábamos en paz, Broqua reanudó su relato.

-Cuando yo era médico de una sociedad, aquella me mandó una vez al consultorio una mujer humilde, joven aún, pero muy quebrantada. Al cabo de dos minutos perdidos en evasivas por su temor de tocar el tema, me contó que tenía un hijo que sufría de una enfermedad extraña. Paso por encima su manera de decir; no quería precisar nada. Instada por supe al fin que su hijo, de 20 años, odiaba a las mujeres, pero se desvivía por los vestidos. Desde chico era así. Parece que a los nueve años estuvo colocado en un taller de modistas y allí comenzó su perversión. Tampoco había sido nunca un muchacho viril, sino todo lo contrario. Tenía una colección de muñecas que vestía y desvestía. Él mismo se vestía de mujer. Recortaba las siluetas femeninas que veía en los diarios y se quedaba horas perdidas mirándolas. A las mujeres las odiaba; le daban asco, es la palabra. Economizaba todo lo que podía para comprar trajes de mujeres delgadas, bien cortados. Si el dinero no le alcanzaba, compraba sólo una pollera. Se acostaba con ellos, y demás está decir las emociones que sentiría. Completamente, señora.

La madre no sabía qué hacer. Era una pobre mujer tímida, que había sido muy desgraciada con su marido. Lo que le espantaba más en su hijo era que su padre había sido lo mismo. Muy joven aún, y llevando una vida sobrado libre, había sido solicitada para que tratara de que el desgraciado ser en cuestión, después su marido, cobrara gusto con ella a los placeres reales del amor; así cambiaría. Efectivamente, eso pasó, y la pobre muchacha concluyó por enamorarse y se casaron. Al principio todo fue bien; pero a los pocos años volvió a su manía, complicada con accesos de idiotez y furias horribles. No había día en que no la pateara. Este calvario duró un año, al cabo del cual quedó loco.

La pobre mujer, que había llevado Dios sabe qué vida con su marido, se desesperó cuando notó que en su hijo se reproducían las mismas cosas del padre. Hasta la adolescencia tuvo esperanzas, pero se resignó a perderlas. Ya no sabía qué hacer.

Le aconsejé lo único posible: que su hijo tuviera relaciones con mujeres. Movió un rato la cabeza, triste y desconsolada.

-Ya lo pensé -me respondió-, pero no quiere…

Como yo insistiera, me contó -y esto es lo que yo llamo abnegación, señora, grandeza y comprensión del amor más grandes que todas las honradeces-, me contó que una noche, desesperada de angustia al ver que su hijo acababa de tener el primer ataque de idiotez, se esforzó en que aquel se olvidara de que ella era su madre. Más bien, hizo todo lo posible. Un momento, señora. La pobre mujer no se daba cuenta de toda la sobrehumana compasión que significaba eso. Estaba muerta de dolor, y no quería por nada que su hijo fuera lo que había sido el padre. Otro momento, señora, y acabo. Tampoco había sutilizado su acción, ni había gestos de sacrificio. Estaba ahogada de ternura y lástima por su pobre hijo, y no había visto nada más. Esto es todo.

Nuestra respetable amiga, que durante la historia de Broqua había intentado varias veces interrumpirlo, resignose al fin a oír todo, ofreciéndose a sí misma, hinchando el cuello indignado, el sacrificio de su dignidad. Al concluir Broqua, se levantó lentamente y lo midió de abajo a arriba.

-¡Pero eso es inmundo! -explotó con un asco que salía del fondo de su gordo corazón.

-Eso es exactamente lo que dijeron las señoras de la Beneficencia, cuando supieron el caso -observó Broqua inclinándose-. Perdóneme, señora. Comprendo muy bien que le cause mala impresión, pero ya ve que hubiera sido imposible que la señorita Elena oyera esto.

La dama dio vuelta la cabeza a medias y lo midió de arriba a abajo esta vez:

-¡No faltaba más, señor! -y se fue, con el busto dignamente arqueado adelante.

El eminente sicólogo continuó con nosotros media hora aún, sin hablar una palabra. Tuvo veleidades de decir algo, sin duda, en defensa de sus amigas ofendidas; pero el manifiesto espíritu agresivo de Broqua, al contar esa historia, contuvo su gentil paladinismo, indigno, además -por las violencias posibles- de un cerebro superior. Se fue y quedamos solos hasta la una de la mañana. Broqua se consideraba suficientemente vengado y estaba tranquilo. Indudablemente, se dejó llevar un poco y yo también. Pero ¡qué diablos!…

A la mañana siguiente, muy temprano, desembarcaron madre e hija. Broqua y yo estábamos recostados de codos en la borda, tomando el sol. La madre nos vio enseguida, pero apretó los labios, con un rápido tirón a la manga de Elena para que evitara vernos. No obstante, al alejarse por fin por el muelle, Elena dirigió a Broqua una fugitiva mirada de curiosidad. Me pareció por su expresión -Dios me perdone- que le habían contado la historia.

El desierto

La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.

La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.

Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.

Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:

—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.

En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.

Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.

—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.

En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes.

Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas.

La frase hecha: "No se ve ni las manos puestas bajo los ojos", es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio.

Hallaron, sin embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas.

No había Subercasaux empleado mas de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:

—¿Están ahí, chiquitos? —oyó:

—Si, piapiá.

Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera.

Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se había dormido en las rodillas del padre.

Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto:

—¡Buen día, piapiá!

—¡Buen día, mi hijito querido!

—¡Buen día, piapiacito adorado!

—¡Buen día, corderito sin mancha!

—¡Buen día, ratoncito sin cola!

—¡Coaticito mío!

—¡Piapiá tatucito!

—¡Carita de gato!

—¡Colita de víbora!

Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba.

Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados.

Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.

Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.

Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.

Duro, terriblemente duro aquello… Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos.

Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá.

No temía a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre.

Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus fuerzas , y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces , solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.

—Cerciórense bien del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre.

El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo.

Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias.

—Un día se mata un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos así.

Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter.

Subercasaux era, pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas.

De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado.

En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro, particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía enseguida gritar de risa.

Como, a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto —y ayudado a veces— a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa.

Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica —naturalmente, construido por él—. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito.

De noche, y en las tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.

Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno.

Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras.

A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido.

A la diez los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa.

Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó hasta el extremo la vida de los tres desterrados.

En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola a la muerte de su señora.

Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar demasiado duro el carácter del patrón.

Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las muchachas.

Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos.

Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo —ni uno menos— para lavar su vajilla.

Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comer-fregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados.

No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia.

En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies.

La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés.

Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella.

Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos.

Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los piques de su chico.

—Esto no puede continuar así —acabó por decirse Subercasaux—. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha.

Pero ¿cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse.

Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia dónde?

Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen se invierte —y de esperar en el clima de Misiones—, las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en el año.

Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días.

El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador, ¿qué podía hallar?

Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren.

Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí.

Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en bandolera cuando iban al monte.

La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta dos metros.

—Las lluvias —pensó— no se han obstinado aún con el sudeste… Tardará un día o dos en crecer.

Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie. Descalzóse, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad.

Listos, por fin, partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto.

Sirvienta, muchacho, ¡descanso, por fin!… , nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.

Los viajeros llegaron al bungalow cuando va estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia.

Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echóse encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo.

Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún.

—En el estado en que estoy no se hacen pavadas como la de ayer —se repetía—. Estas son las consecuencias.

Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta —aquella primera gran sirvienta— servía a los chicos…

¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera!… En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le dolería tanto… ¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces…

Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!… Descansaría un poco, por fin…

—¡Piapiá!

—Mi hijo querido..

—¡Buen día, piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.

—Sí, mi vida, ya me estaba levantando…

Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar del café de sus hijos.

El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y tristísima napa de agua.

Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían agotado la tarde anterior… hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho.