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Akal / Cuestiones de antagonismo / 67

Perry Anderson

El Nuevo Viejo Mundo

Traducción: Jaime Blasco Castiñeyra

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RAG

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The New Old World

Publicado originalmente por Verso, The imprint of New Left Books

© Perry Anderson, 2009

© Ediciones Akal, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3661-6

 

 

Para Alan Milward

Agradecimientos

Las primeras versiones de los ensayos que forman este libro se publicaron en London Review of Books: «Orígenes», 4 de enero y 26 de enero de 1996; «Resultados», 20 de septiembre de 2007; «Francia (I)», 2 de septiembre y 23 de septiembre de 2004; «Alemania (I)», 7 de enero de 1999; «Italia (I)», 21 de marzo de 2002; «Italia (II)», 26 de febrero y 12 de marzo de 2009; «Chipre», 24 de abril de 2008; «Turquía», 11 de septiembre y 25 de septiembre de 2008. «Alemania (II)» se publicó en New Left Review 57, mayo-junio de 2009. Una primera versión de «Teorías» se convirtió en una Max Weber Lecture que dicté en el European University Institute en 2007.

Son muchas las personas que me han ayudado a escribir este libro. Me gustaría agradecer a mis editoras de la London Review of Books y la New Left Review, Mary-Kay Wilmers y Susan Watkins, sus críticas y consejos; y también a mis amigos Sebastian Budgen, Carlo Ginzburg, Serge Halimi, Çağlar Keyder, Peter Loizos, Franco Moretti, Gabriel Piterberg, Nicholas Spice, Alain Supiot, Cihan Tuğal; y en particular a Zeynep Turkyilmaz, pues sin su ayuda no podría haber escrito de forma adecuada sobre Turquía.

Como las circunstancias no me permitieron colaborar en un volumen en honor de Alan Milward, he querido dedicarle este libro a su memoria, aunque sea tan distinto de los suyos. Fue su obra, a la que he expresado mi admiración en estas páginas, la que me impulsó a escribir sobre Europa.

Prefacio

Cuanto más avanzado se encuentra el proceso de integración, más difícil resulta escribir sobre Europa. La Unión que hoy en día se extiende desde Limerick hasta Nicosia ha dotado al continente de un marco institucional famoso por su complejidad, común a todas las naciones que la componen, que distingue a esta parte del mundo de cualquier otra. Esta estructura es tan original y, en muchos sentidos, tan imponente, que el término «Europa», en su acepción actual, se suele emplear únicamente para aludir a la Unión Europea, como si ambas expresiones fueran intercambiables. Pero no lo son, por supuesto. La diferencia no tiene tanto que ver con aquellos rincones dispersos del continente que todavía no se han incorporado a la Unión, como con la inextricable soberanía y diversidad de los estados-nación que ya forman parte de ella. La tensión que existe entre los dos planos de Europa, el nacional y el supranacional, genera un peculiar dilema analítico que tiene que afrontar todo intento de reconstrucción de la historia reciente de la región. El motivo de esta tensión podría describirse de la siguiente manera. Por inaudito que parezca desde el punto de vista histórico, es indudable que la UE es un sistema político con efectos más o menos uniformes a lo largo de su jurisdicción. Sin embargo, en la vida de los estados integrados en este sistema la política sigue siendo en su inmensa medida interna. Mantener ambos planos dentro del alcance de un mismo enfoque es una tarea que de momento nadie ha logrado llevar a cabo con éxito. Europa, en ese sentido, parece un objeto imposible. No es de sorprender que la literatura que ha generado se suela dividir en tres categorías aisladas: los estudios especializados sobre el complejo de instituciones que forman la UE; las historias o estudios sociológicos generales del continente desde la Segunda Guerra Mundial, en las que, en el mejor de los casos, sólo se habla de la Unión esporádicamente; y las monografías nacionales de diversa naturaleza, la categoría más extensa, con diferencia.

Sin duda, llegará un día en que se supere esta dificultad. Pero, de momento, parece ser que sólo se puede llegar a un arreglo provisional. La solución que hemos adoptado es discontinua. El libro está compuesto por una sucesión de ensayos. En la primera parte se analiza el pasado y el presente de la Unión tal como la concibieron sus fundadores y la modificaron sus sucesores; cómo ha adquirido su estructura actual, y la conciencia pública y los modelos académicos –bastante característicos– a los que ha dado lugar. La integración europea se estudia como un proyecto cuyas metas y prácticas económicas –que constituyen la inmensa mayoría de sus actividades– siempre han ido encaminadas, en distintas direcciones, a la continuación de la política por otros medios. A pesar de que se ha desmentido en muchas ocasiones, esto es tan cierto hoy como lo era en la época del Plan Schuman.

La segunda parte del libro se centra en el plano nacional. Estudiaremos los tres países más importantes de los seis que firmaron el Tratado de Roma: Francia, Alemania e Italia. La población de estos países representaba el 75 por ciento del total de la Comunidad Económica Europea que surgió de este pacto. Históricamente, se puede considerar que forman el núcleo central del proceso de integración. Francia y Alemania fueron las potencias que impulsaron y supervisaron desde el principio este proceso, y lo han seguido haciendo hasta nuestros días. Italia desempeñó un papel menos importante que Bélgica o los Países Bajos en la creación y en los primeros años del Mercado Común, pero llegado el momento contribuiría de un modo decisivo en el rumbo que tomó la Comunidad ampliada. Además de ser las economías más importantes y los estados más populosos de la Europa continental, Francia, Alemania e Italia poseen, de común acuerdo, la historia intelectual y cultural más rica. La estructura que ha adoptado la política en estos países es inseparable de esa historia, y al analizar su evolución he intentado ofrecer un bosquejo del escenario cultural en el que se han desarrollado los acontecimientos en los últimos veinte años o más. De lo contrario, sería prácticamente imposible captar la textura de la vida nacional, que escapa al integumento burocrático de la Unión. En los últimos años, estos tres países han sido el escenario de importantes acontecimientos, diferenciados e independientes de la evolución de la UE. Alemania ha experimentado una metamorfosis después de la unificación. Italia ha asistido a la quiebra de una República y a la rápida involución de otra. Francia ha sufrido la primera crisis de confianza desde la reorganización nacional de De Gaulle. Tales cambios impiden un análisis uniforme y, por tanto, en los capítulos dedicados a cada país se utilizan enfoques distintos.

Aunque París, Berlín y Roma son los gobiernos que ocupan el lugar más prominente en las cumbres europeas –los únicos estados continentales que pertenecen al G-7–, no representan ni mucho menos, ni siquiera por poderes, a la Europa occidental de después de la Guerra Fría. No me arrepiento de haber dejado a Gran Bretaña fuera de este estudio. Desde el fin del mandato de Thatcher, su historia ha tenido poca trascendencia. Pero sí me habría gustado analizar el caso de España, cuya modernización, a pesar de su relativa placidez, ha sido uno de los rasgos más importantes del periodo. Tampoco habría estado de más repasar la situación de otros estados pequeños del territorio europeo, pues siempre he pensado que el tamaño no guarda relación alguna con el interés, y por eso lamento no haber incluido a Irlanda, uno de los países donde me crié. Si bien el espacio –y, hasta cierto punto, también el tiempo– han dictado estas limitaciones, el principal obstáculo que me ha impedido acometer un análisis exhaustivo del plano nacional ha sido, como es natural, el conocimiento. ¿Cómo aspirar a presentar un estudio aceptable de los 27 estados que forman la Unión? Este espinoso problema se agrava todavía más en el caso de los países de la Europa del Este, por la barrera lingüística y la mayor escasez de documentación, obstáculos a los que hay que añadir un rasgo característico de los estados de esta región: como forman un compacto grupo de naciones con una envergadura muy similar, una hipotética selección resultaría una decisión más arbitraria. Esto no se ha traducido, sin embargo, en una falta de atención. La liberación del comunismo ha generado, por el contrario, una ingente bibliografía, y lo mismo se puede decir de la incorporación de estos países a la UE, un proceso en marcha considerado, con razón, uno de los principales logros de la Unión.

Este campo está ya tan trillado que es mejor mirar todavía más hacia el Este, hasta llegar al confín más remoto de la Unión actual, y examinar la eventual ampliación hacia Asia. Por consiguiente, la tercera parte de este libro está dedicada a Chipre, que entró en la Unión en 2004, y a Turquía, cuya candidatura a la incorporación se aceptó dos años después. La diferencia de tamaño entre estos dos países es abismal: Chipre tiene menos de un millón de habitantes, y Turquía, con más de setenta millones, pronto desbancará a Alemania como Estado más populoso de la Unión. Aunque la relación entre estos dos estados es uno de los puntos más urgentes y conflictivos en la agenda de la ampliación de la UE, la candidatura de Turquía representa el mayor desafío que «Europa», definida como la Unión, tendrá que afrontar en el futuro. La magnitud de esta empresa es de un orden muy distinto al de la absorción de los países agrupados en torno al antiguo COMECON. Pero la naturaleza exacta del desafío se ha aireado mucho menos. La razón no es difícil de adivinar. La integración de los antiguos países comunistas no contradice ninguna de las ideas imperantes en la Europa occidental; de hecho, si tomamos en consideración todos los factores, la realidad parece confirmarlas en gran medida. Por el contrario, el destino de Chipre y el influjo de Turquía plantean a la buena conciencia de Europa una serie de incómodas preguntas, que la opinión establecida –la oficial y la de los medios de comunicación– ha reprimido. Más abajo veremos hasta qué punto resultan incómodas estas preguntas. Desde el punto de vista histórico, la luz que proyecta esta nueva Cuestión Oriental sobre la imagen que la Unión tiene de sí misma es similar a la que arrojaba la antigua Cuestión Oriental sobre el Concierto de Europa.

Para examinarla, he abarcado un intervalo temporal más amplio que en la segunda parte del libro, y me he centrado de un modo más exclusivo en la historia política de las dos sociedades afectadas. Los antecedentes generales de la historia más reciente del trío de potencias europeas occidentales se pueden dar por supuestos en gran medida, como sucede con tantos otros conocidos episodios del siglo xx. Esto no sucede en el caso de Chipre ni en el de Turquía, cuyo estudio exige una reconstrucción más amplia del modo en que ambos estados han evolucionado hasta llegar a la situación actual. Esta decisión no tiene nada de sorprendente y por eso no me detendré más en ella. Más discutible es la combinación de un intervalo temporal más restringido con un enfoque más amplio en el análisis de Francia, Alemania e Italia. La historia contemporánea nunca se puede considerar del todo verdadera, dada la ausencia de archivos y la falta de perspectiva. Todo intento de comprender la sociedad moderna a lo largo de dos décadas, a bocajarro, es inevitablemente precario. Los peligros de los coupes d’essence que condena la tradición francesa son evidentes, y soy consciente de haberlos corrido. Las simplificaciones y los errores derivados de este planteamiento, y también los de la ignorancia elemental y los juicios equivocados, serán corregidos por otros a su debido tiempo. Aunque he escrito estos ensayos a lo largo de una década, todos ellos vieron la luz en una coyuntura diferente, y llevan la impronta de la situación del momento. Los he corregido relativamente poco, pues he preferido presentarlos como testimonios y reflejos de su época. Al principio de cada ensayo figura la fecha en que fue concebido.

El elemento que confiere unidad al periodo de estudio y establece los parámetros del libro es el ascendiente del neoliberalismo. Históricamente, se puede considerar que hay dos grandes cambios de régimen que lo definen. El primero tuvo lugar a principios de los ochenta, con la llegada al poder de Thatcher y Reagan, la posterior liberalización de los mercados financieros y la privatización de industrias y servicios en Occidente. El segundo, a principios de los noventa, fue la caída del comunismo en el Bloque Soviético, que vino seguida de la ampliación del liberalismo hacia el Este. Este doble vórtice alteró la forma de la Unión Europea y todos los países integrados en ella tomaron nuevos rumbos. El modo en que estas presiones actuaron a escala nacional y supranacional, y las políticas exteriores e interiores que impulsaron, es uno de los motivos recurrentes de este libro. Hoy, el sistema neoliberal está en crisis. Ante la recesión mundial que comenzó en el último cuatrimestre de 2008, la opinión general, compartida incluso por aquellos que en otros tiempos se erigieron en paladines de este orden, es que le ha llegado su hora. Todavía está por ver hasta qué punto habrá que reformarlo cuando termine la crisis, si es que termina, o qué sistema le sustituirá. Salvo la segunda parte del capítulo sobre Francia, este libro fue escrito antes del derrumbe de los mercados financieros en los Estados Unidos. Aparte de dejar constancia del comienzo de la crisis, no he corregido ninguno de los ensayos para abarcar los efectos que ha tenido hasta el momento o sus consecuencias futuras, un tema que se analiza en las reflexiones finales junto con otras ideas más generales sobre la Europa del pasado y del presente.

De todos los países de la UE, Inglaterra ha sido desde el principio el país que más euroescépticos ha alumbrado. Aunque mantengo una postura crítica en relación con la Unión, no es una postura que yo comparta. En 1972, cuando yo era editor de la New Left Review, esta revista publicó un número especial con el extenso ensayo de Tom Nairn «The Left against Europe?»1. En aquel momento no sólo el Partido Laborista británico, sino la inmensa mayoría de los socialistas situados a la izquierda de esta formación se oponían a la incorporación del Reino Unido a la CEE, que el gobierno conservador acababa de aprobar en el Parlamento. El ensayo de Nairn no sólo quebró este abrumador consenso, sino que es todavía en la actualidad, más de veinticinco años después de publicarse, el argumento individual más poderoso que se puede esgrimir para justificar desde la izquierda la integración europea. Nada parecido ha surgido en las filas de los partidos oficiales –socialdemócratas, poscomunistas o verdes– que hoy en día se envuelven en la bandera azul con estrellas doradas. La Unión de principios del siglo xxi no es la Comunidad de los cincuenta o los sesenta, pero mi admiración por los arquitectos originales de este proyecto permanece intacta. Acometieron una empresa sin precedentes históricos y la grandeza de este plan todavía acecha a la UE actual.

La ideología europea que se ha desarrollado alrededor de una realidad distinta es otra cuestión. La presunción de las elites europeas y de sus publicistas ha llegado hasta tal extremo que la Unión se suele presentar ahora como un modelo para el resto del mundo, a pesar de que sus ciudadanos cada vez confían menos en ella y del desprecio manifiesto de la voluntad popular. No se puede decir hasta qué punto este nuevo rumbo es irreversible. Para detenerlo es necesario abandonar algunas ilusiones. Entre otras, la creencia –en la que se basa en gran medida la ideología actual– de que, en la ecúmene atlántica, Europa encarna una serie de valores más elevados que los de Estados Unidos y desempeña un papel más estimulante en el mundo. Esta doctrina se puede refutar, en beneficio de América, haciendo hincapié en las virtudes que comparten o, en detrimento de Europa, en sus conductas censurables. Los europeos necesitan la segunda crítica como el agua de mayo2. No sólo las diferencias con América son menores de lo que imaginan, sino también la autonomía. Ningún otro campo ilustra mejor este extremo que el de los estudios especializados en la UE, al que he dedicado el tercer ensayo de este libro.

En general, este campo forma un universo cerrado de libros extremadamente técnicos, prácticamente desconectados de la esfera pública. En Europa este universo ha generado una ingente industria de ensayos especializados, artículos de investigación e informes de consultorías, muchos de ellos financiados por Bruselas, que, aunque no han alcanzado la cúspide en la jerarquía, ocupan una posición cada vez más amplia en los escalones inmediatamente inferiores. La densidad de los intercambios paneuropeos en esta esfera no tiene precedentes, y, unidos a otra serie de transacciones –seminarios, talleres, coloquios, conferencias sobre disciplinas adyacentes, desde la historia a la economía, pasando por el derecho o la sociología–, han creado un espacio que debería servir de base a una comunidad intelectual capaz de mantener animados debates internacionales. Sin embargo, en la práctica, los avances en esta dirección son muy escasos. Esto se debe en parte a las taras características del sistema académico, que ha desarrollado la costumbre de replegarse sobre sí mismo, en lugar de abrirse a una cultura más amplia. Pero el motivo fundamental es la ausencia de divergencias políticas estimulantes, característica de este ámbito –en principio– sumamente político, habitado sobre todo por politólogos. Hablar de una pensée unique sería injusto: se trata más bien de un pensée ouate, que cubre como un palio la mayoría de las expresiones de esta disciplina. Los medios de comunicación no sirven de contrapeso para contrarrestar esta situación. Los artículos y los editoriales se ciñen, en general, a la línea del euroconformismo de un modo todavía más acentuado que los catedráticos o los expertos.

Uno de los efectos de este unanimismo es que impide la aparición de una auténtica esfera pública en Europa. Si todo el mundo está de acuerdo de antemano en lo que es conveniente y lo que no –véanse los sucesivos referendos–, el impulso de la curiosidad por lo que sucede y por lo que se piensa en otras naciones no puede desarrollarse. ¿Por qué interesarse por lo que se dice o se escribe en otros lugares si, en esencia, es una repetición de lo que ya se ha expresado aquí? En este sentido, se podría pensar con razón que las cámaras de resonancia de la Unión actual son mucho menos europeas que la vida cultural del periodo de entreguerras o incluso que la de la época anterior a la Primera Guerra Mundial. Hoy en día no encontramos equivalente alguno a la correspondencia que mantenían Sorel y Croce, a la colaboración entre Larbaud y Joyce, al debate que mantuvieron Eliot, Curtius y Mannheim, y a las discusiones que entablaban Ortega y Husserl; y menos aún a las polémicas entre la Segunda y la Tercera Internacional. Antes los intelectuales formaban un grupo mucho más reducido, menos institucionalizado, con una cultura humanista común mucho más arraigada. La democratización ha dispersado a este grupo y una cantidad mucho más abundante de talentos ha saltado al ruedo. Sin embargo, sean cuales sean sus frutos –que, sin duda, son muchos–, hasta ahora no han dado pie a la aparición de una República de las Letras en la Unión Europea. Espero que este libro contribuya a ello.

1 New Left Review I/75 (septiembre-octubre 1972), pp. 5-120, que posteriormente se publicó en forma de libro con el mismo título (Harmondsworth, 1973).

2 Para la primera, véase la pirotecnia estadística de P. Baldwin, The Narcissim of Minor Differences: Why America and Europe are Alike, Nueva York, 2009, una obra que se propone echar por tierra los engreídos prejuicios antiamericanos del otro lado del Atlántico, demostrando –enérgicamente– que si se analizan las sociedades europeas en conjunto, la mayoría de los datos indican que la sociedad americana es igual o mejor que ellas. Por supuesto que este tipo de comparaciones pasan por alto las enormes diferencias que existen entre el Estado americano y los estados europeos –EEUU eclipsa a cualquier país europeo en poder militar, político e ideológico, y la UE carece de los atributos clásicos de un Estado-nación, por no hablar de las diferencias de tamaño.

PRIMERA PARTE

La Unión